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Carlos Gómez Gil

Luces y sombras del Ingreso Mínimo Vital

Imagen del interior de un hospital alicantino durante la pandemia

La emergencia sanitaria causada por la pandemia global de Covid-19 desencadenó, desde sus inicios, una gigantesca crisis económica, cuyo efecto más inmediato fue una profunda interrupción de la actividad laboral para numerosos trabajadores. Así, mientras los países occidentales se volcaban en atender a la población afectada, salvar vidas y contener la epidemia, numerosas familias veían desaparecer sus ingresos esenciales de un día para otro, generándose situaciones de pobreza y necesidad sobrevenidas en un marco de incertidumbre y miedo al futuro.

El “parón” en la actividad económica afectó de manera inmediata a un buen número de sectores, llevando a otros muchos a un estado de “hibernación”, incidiendo especialmente sobre colectivos de rentas bajas, en condiciones laborales precarias y situación vulnerable, vinculados a actividades particularmente sensibles a la crisis, como el turismo, la hostelería, el ocio, el comercio, el transporte y los trabajadores autónomos, entre otros muchos.

A diferencia de lo sucedido en la anterior crisis vivida durante la Gran Recesión, de inmediato se desplegaron desde el Gobierno medidas de contención que trataban de paliar los daños sobre los trabajadores, como los ERTE y las ayudas por cese de actividad para autónomos, que han sido acompañadas de otras muchas para diferentes sectores y colectivos, contribuyendo también las comunidades autónomas junto a los ayuntamientos. En la medida en que la pandemia y sus efectos siguen entre nosotros, es pronto para valorar adecuadamente el alcance de todos estos dispositivos, en muchos casos novedosos, aunque los datos demuestran que han servido para mitigar de manera significativa el impacto de la crisis entre numerosos colectivos, conteniendo el aumento de la emergencia social.

Sin embargo, los elevados niveles de pobreza estructural existentes en la población española, como venían señalando insistentemente diferentes estudios, junto a la permanencia de bolsas cronificadas de colectivos marginales en situación de vulnerabilidad extrema, se añadían a los daños causados por la Covid-19. Unos 300.000 hogares perdieron todos sus ingresos en los meses iniciales a la pandemia y en torno a 1.250.000 vieron caer sus ingresos de manera significativa, apareciendo situaciones de emergencia social que había que atender de inmediato, como certificaban las colas del hambre delante de comedores sociales y bancos de alimentos.

Una de las medidas pioneras más ambiciosas puesta en marcha por este Gobierno para contener los efectos de la crisis causada por la pandemia ha sido la creación, en mayo de 2020, de un novedoso Ingreso Mínimo Vital (IMV), de ámbito estatal, que se sumaba a las llamadas rentas de inserción que desde las comunidades autónomas ya se venían concediendo. En la nota de prensa tras su aprobación por el Consejo de ministros se decía que el IMV llegaría a 850.000 hogares en los que viven 2,3 millones de personas, con especial incidencia sobre menores, significando así -según se afirmaba en este comunicado- “la práctica erradicación de la pobreza extrema”, algo excesivamente eufórico, cuando menos.

Desde entonces, esta nueva prestación de la Seguridad Social se ha venido poniendo en marcha en medio de la profunda crisis que atravesamos, con no pocos problemas, debido a la dificultad para cumplimentar los expedientes para muchos colectivos, agravado por el cierre de las oficinas públicas y la brecha digital que sufren precisamente un buen número de hogares empobrecidos.

De los datos que se conocen hasta la fecha, durante el primer año de aplicación, podemos extraer diferentes elementos positivos, como son su importancia como instrumento amortiguador de la crisis y la pobreza para un número significativo de hogares perceptores del ingreso, el acceso a rentas esenciales para personas en situaciones de necesidad extrema, junto a la reducción de la pobreza infantil. Solo estos datos justifican ampliamente la importancia de este instrumento pionero en estos momentos. Sin embargo, un análisis más detallado de la evolución demuestra que queda mucho camino por recorrer.

Los expedientes aprobados (sumados los ordinarios y los de oficio) ascienden a 210.000 titulares de la prestación, afectando a 565.000 personas, lo que representa llegar al 1,1% de los hogares que en España viven bajo el umbral de la pobreza, frente al 6,4% realmente existente. Del millón cien mil expedientes presentados, tres de cada cuatro solicitudes habrían sido denegadas por diferentes motivos y otras 350.000 estarían pendientes de resolución. Es cierto que la avalancha de expedientes desbordó las previsiones y superó las capacidades de gestión existentes. Por sexos, son las mujeres, con un 56% del total, las principales perceptoras, siendo muy destacable la elevada presencia de menores de edad entre las familias perceptoras, ascendiendo a un 43% de los hogares que perciben el ingreso, especialmente monoparentales. Ahora bien, las enormes diferencias que existen en la cobertura sobre personas en riesgo de pobreza entre las diferentes comunidades autónomas, junto a la mínima cobertura sobre la pobreza severa, que hace que nueve de cada diez personas en extrema pobreza no reciban el IMV, plantean dudas sobre el alcance real de este ingreso y su capacidad para no dejar a nadie atrás, como se pregona con insistencia.

No hay duda de que este novedoso ingreso necesita de mejoras, pero a pesar de sus insuficiencias, no se puede negar su valentía, el esfuerzo presupuestario que supone y su capacidad para contener el daño de la crisis en momentos en los que se necesitan medidas de choque para evitar que la pobreza avance en nuestra sociedad. El Ingreso Mínimo Vital es, por tanto, tan mejorable como necesario.

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