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José María

Prisión provisional y alarma social

Un acusado durante un juicio

Los tribunales españoles conocen de miles de casos cada día. Muchos de ellos son civiles y se refieren a cuestiones relativas a arrendamientos urbanos, comunidades de propietarios o derecho de familia. Otros, administrativos o laborales, como los recursos contra las multas de tráfico o el despido de un trabajador. Los demás, procedimientos penales de la más diversa índole.

Dentro de estos últimos, la inmensa mayoría versan sobre delitos patrimoniales; en concreto, pequeños hurtos sin interés mediático. Pero en ocasiones tiene lugar un hecho que, rápidamente, despierta la atención de los medios de comunicación. Y luego, a golpe de noticia y tertulia televisiva, opinión tras opinión, va calando en la sociedad hasta el punto de que, poco tiempo después de ocurrido y, por ende, antes de que los tribunales dicten cualquier resolución, millones de ciudadanos ya saben con seguridad qué fue lo que aconteció, quién es el culpable y la pena que merece.

Es lo que se conoce como “juicio paralelo”. Una idea que entronca con la necesidad de inmediatez que caracteriza a la sociedad actual. La justicia es lenta, ha de seguir los procedimientos legalmente establecidos, recabar todas las pruebas y llegar a una conclusión. Pero la opinión pública reclama presteza, una respuesta rápida que satisfaga la sed de “justicia” que las redes se han encargado de provocar.

Una de las medidas más demandadas contra los presuntos culpables es la prisión provisional, es decir, su privación de libertad antes de la celebración del juicio en el que se debatirá sobre su culpabilidad o inocencia.

Pero la prisión provisional no es una pena inmediata y ejemplarizante. Sólo tienen esta consideración aquellas que se imponen celebrado el juicio mediante sentencia. La prisión provisional es, simplemente, una medida cautelar con una finalidad específica prevista en la Ley de Enjuiciamiento Criminal: el aseguramiento del proceso. O más concretamente: evitar el riesgo de fuga del investigado, que éste atente de nuevo contra la víctima o que oculte, destruya o altere pruebas.

Si no concurre ninguna de estas circunstancias, no será posible acordar esta medida. No olvidemos que la libertad es un derecho fundamental reconocido en la Constitución y, en consecuencia, su limitación ha de ser la excepción, nunca la regla general. Afortunadamente, queda ya lejos aquella legislación franquista que imponía la prisión provisional automática ante ciertos delitos graves o en los casos de “alarma social”.

Y digo esto porque, de un tiempo a esta parte, he presenciado con estupor como aquellos que se autodefinen como los defensores de la libertad defienden postulados propios de sistemas autoritarios. Resulta cuanto menos paradójico contemplar a determinados “antifranquistas” demandar la aplicación de medidas propias del franquismo, represivas y escasamente compatibles con el modelo democrático constitucional.

La “alarma social” es un concepto del todo impreciso, relacionado con la percepción general de la ciudadanía ante la comisión de un delito concreto. Y su valoración como criterio para acordar la prisión provisional choca frontalmente con el Convenio Europeo de Derechos Humanos. En otras palabras, es un criterio incompatible con los principios democráticos que proclama nuestra Constitución.

Si, como piden algunos, se modifica la Ley y se introduce, más nos vale volver a enterrar a Franco en el Valle de los Caídos y acudir cada veinte de noviembre a rendirle homenaje, pues habremos vuelto a los tiempos de la Formación del Espíritu Nacional.

La finalidad del proceso penal no es aplacar la “alarma social”. Como tampoco es satisfacer las exigencias de justicia de la ciudadanía. Porque, ¿qué es la justicia? Durante siglos los filósofos han intentado definirla sin éxito. Y no creo que ningún twittero sea capaz de hacerlo ahora.

El proceso penal tiene por objeto la investigación de unos hechos presuntamente delictivos, la identificación de su autor y su condena (o su absolución). Y para ello los jueces han de aplicar la ley. Una ley emanada del Poder Legislativo que, para un juez, no puede ser justa o injusta, simplemente ha de ser la ley. Y si ésta no le gusta, podrá coger otra papeleta cuando lleguen las elecciones. Pero mientras tanto, la aplicará.

Por muy deleznable que nos pueda parecer un hecho delictivo comentado en cualquier plató, tengamos presente que ninguno de los tertulianos lo ha presenciado. Ninguno de ellos se ha entrevistado con el presunto culpable ni con los testigos. Ninguno ha acudido a la escena del crimen ni ha visto las pruebas. En resumen, ninguno conoce lo que realmente sucedió. Y, pese a ello, en un claro ejercicio de irresponsabilidad social, se atreven a condenar públicamente a quien ni siquiera ha sido juzgado. O peor aún, a solicitar su ingreso en prisión incluso antes de su primera declaración ante el Juez de Instrucción.

En resumen, la prisión provisional no puede nunca convertirse en lo que no es, en una pena anticipada. La pena habrá de imponerse, en su caso, celebrado el juicio. Sólo tras este se sabrá a ciencia cierta si el acusado es o no culpable.

No es necesario recordar todas aquellas ocasiones en las que un inocente ha pasado meses en prisión provisional y luego ha sido absuelto. El tiempo de cautiverio injustificado no se paga con dinero.

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