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José María

España no es una democracia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

   Encender la televisión y poner el telediario se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en una suerte de deporte de riesgo. Tanto es así que resulta difícil no escuchar de algún personaje público la desafortunada opinión de que nuestro país es algo así como un estado cuasi autoritario, en el que los derechos fundamentales son papel mojado, y la democracia, el mero recuerdo de un pasado remoto.

Las razones que exponen para realizar tal afirmación son múltiples y variopintas. Y van desde la marcha del Rey emérito a Emiratos Árabes o el ingreso en prisión del “rapero” Pablo Hasél, hasta la financiación irregular de determinados partidos políticos o el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial.

El escenario actual, dicen estas personas, es insostenible y motivo más que suficiente para no calificar a España como una democracia.

Es indudable que alguna de estas situaciones es grave y perjudica el correcto funcionamiento de las instituciones. Por ejemplo, la no renovación del órgano de gobierno de los jueces, que, si no cambian las cosas, a finales de este año alcanzará la preocupante cifra de tres años de mandato caducado. Un dato que muestra la clara irresponsabilidad de algunos políticos que, si bien demandan el cumplimiento de la Constitución en ciertos ámbitos de su interés partidista, lo niegan en otros de relevancia general.

¿Su justificación? Que el sistema actual contribuye a la politización de la justicia, al ser el Congreso quien elige a una parte de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. De modo que, hasta que no se modifique la ley y se otorgue esta potestad a los mismos jueces, no tomarán parte en la renovación, que es lo mismo que decir que la bloquearán. Postura esta cuanto menos curiosa, ya que cuando ellos gobernaban y gozaban de mayoría en el Congreso, en ningún momento les surgió este dilema ético. Como dijo Groucho Marx, “estos son mis principios y si no le gustan, tengo otros”.

Otras situaciones, en cambio, son meramente anecdóticas. Es el caso de la condena a Pablo Hasél, el cual, en contra de lo que se quiere hacer ver por determinados medios de comunicación, no es ningún paladín de la libertad de expresión ni un intelectual ni un poeta, excepto que hoy en día consideremos poesía a “versos” como los que siguen: “En mi escuela pública había violencia y no era etarra sino de retratos de la monarquía encima de la pizarra”. Y eso que he seleccionado uno de los pocos con rima consonante. Como verán ustedes, José Bergamín y Antonio Machado no tenían ni idea. El verdadero poeta es Pablo Hasél. Como él dice, “yo grabo rápido y no paso el día retocándome”. Y tiene razón, se nota que lo hace rápido. Lo que sea que haga.

Pero resulta que este señor no fue condenado por hacer rap (algo que también discuto porque rap es el que hace Nach, no él), sino, entre otras cosas, por agredir a un periodista de TV3 y rociarle con un líquido de limpieza y por golpear y lesionar a un testigo que declaró en un juicio contra un agente de la Guardia Urbana de Lleida. En resumen, un héroe de la causa de la libertad y un poeta como la copa de un pino.

Nuestro país tiene defectos. Es cierto. Como también los tienen todos los demás. Por desgracia, no hay ningún sistema perfecto. Pero es necesario poner de relieve que España es uno de los pocos estados del mundo que han sido calificados por The Economist (2020) como “democracias plenas”. Un selecto grupo al que pertenecen Noruega, Islandia, Suecia o Canadá, pero no Estados Unidos, Italia, Francia o Portugal, degradados recientemente estos dos últimos a la categoría de “democracias imperfectas”, el mismo bloque en el que se encuentran la India o Mongolia.

Lo más paradójico es que alguno de esos personajes públicos que tan alegremente desprestigian a nuestro país forman hoy parte del Gobierno, por lo que, de forma indirecta, se están desprestigiando a ellos mismos. Obviamente, si España no es democrática, lo primero que resulta no serlo es el propio Gobierno.

Eso sí, pueden decirlo libremente sin que nadie les censure. Pueden escribirlo en los medios de comunicación, de uno y otro signo. Pueden exponerlo en televisión, por internet, en un bar, delante de un policía, frente a un juez o en el Congreso. Y no pasa nada. Pueden manifestarse cuando quieran y por lo que quieran, con el único límite de no perturbar el orden público. Pueden votar. Pueden salir a la calle sin miedo a que nadie les detenga por sus ideas políticas, convicciones religiosas o cualquier otro motivo personal o social. Pueden incluso defender públicamente regímenes no democráticos y posiciones manifiestamente contrarias a la Constitución. En resumen, dentro de la ley, que es muy amplia, pueden hacer lo que quieran.

Pero nada de esto importa. No somos un país democrático. Europa acaba en los Pirineos. Y es que cuando no se tiene nada que hacer, hay que darle vueltas al coco, muchas veces limitado, y pronunciar algún discurso disparatado que justifique tener un despacho.

La democracia, aunque no lo sepan o crean, garantiza la libertad y la igualdad de oportunidades. Un ejemplo más de la grandeza del sistema.

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