El filósofo inglés John Locke (1632-1704), una de las principales figuras del empirismo y padre del liberalismo político, fue uno de los primeros pensadores en justificar moralmente el colonialismo europeo.

Lo cual se explica en cierto modo porque el autor de los “Ensayos sobre el gobierno civil” y de la “Carta sobre la tolerancia” era, además de terrateniente, inversor en la Royal African Company”, compañía inglesa dedicada a llevar a esclavos apresados en África a las colonias británicas.

Daniel Loick, profesor asociado de filosofía política de la Universidad de Ámsterdam, no duda en calificarle directamente de “racista”, condición que Locke comparte con pensadores de la Ilustración europea como Kant o Hegel. Era el sello de la época.

Locke complementó el derecho de “prima occupatio” al explicar que quien transforma con su trabajo algo que ha encontrado en estado natural, es decir “añadiéndole algo propio”, lo convierte automáticamente en su legítima propiedad.

Cada uno que pisa por primera vez un terreno tiene derecho a vallarlo para señalar que le pertenece a título exclusivo, teoría que sirvió para justificar el robo de tierras comunales a los pueblos indígena por parte de los nuevos colonos.

Según Locke, los habitantes primitivos de América habían contravenido el mandato divino de aprovechar los recursos que ofrece la tierra al explotarlos de forma comunal y no “a la europea”.

Como explica, por su parte, el antropólogo Jason Hickel, autor de “Less is More” (Colección Windmill. Penguin Random House), la colonización suministró a los europeos las materias primas que sirvieron para impulsar la Revolución Industrial.

Materias primas como el algodón, que, gracias a la hiladora, permitió al Reino Unido convertir los textiles en su principal producto de exportación, o el azúcar, importante fuente de calorías para los trabajadores británicos.

Los colonizadores europeos esclavizaron a en torno a cinco millones de indígenas, a quienes obligaron a trabajar hasta la extenuación en las minas y plantaciones, a los que hay que sumar otros quince millones de africanos transportados por la fuerza a América a lo largo de tres siglos.

La minería, la tala de árboles y los monocultivos coloniales causaron daños ecológicos sin precedentes, escribe Hickel, según el cual los impuestos que Gran Bretaña impuso a los agricultores y artesanos de la India, otra de sus colonias, permitió a los británicos comprar materias primas como el hierro, la madera o el alquitrán que necesitaban.

Si los actuales Estados Unidos tuviesen que pagar, aunque sólo fuera el salario mínimo con un bajísimo interés por los trabajos de los esclavos negros, seguramente el desembolso sería de 97 billones de dólares, más del cuádruple de su actual Nacional Bruto.

El capitalismo europeo no surgió, en efecto, de la nada, sino que su espectacular despegue fue sobre todo posible gracias a esa mano de obra esclava y al robo de tierras y materias primas a los pueblos colonizados.

Ese proceso de colonización exterior estuvo acompañado por otro interior: los llamados “cercamientos”, instrumento utilizado por los grandes propietarios para apropiarse de las tierras comunales y ampliar la superficie de los cultivos en el Reino Unido.

Cuando se aplicó la lógica capitalista a la actividad agrícola, por primera vez la vida de la gente pasó a estar gobernada por el imperativo de aumentar la productividad y maximizar los beneficios y no por el simple hecho de atender a sus necesidades básicas.

El economista y filósofo de la Ilustración escocesa David Hume observó que “en los años de escasez, si ésta no llega a ser extrema, los pobres trabajan más”.

El propio Locke admitió que los “cercamientos” equivalían al robo de terrenos que hasta ese momento habían sido comunales, de la colectividad, pero los justificó moralmente como contribución a un “bien superior” cual era “la mejora de la humanidad”.

“Mejora” se convirtió así en la coartada perfecta para la apropiación. Y hoy, como escribe Hickel, sirve también como excusa para los nuevos “cercamientos: la colonización o privatización de las tierras, los mares y, pronto también, hasta del espacio exterior. Sólo que lo llamamos “desarrollo” o “crecimiento”.