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Carlos Gómez Gil

Extractivismo eléctrico castizo

Una factura del consumo de luz, a 10 de septiembre de 2021, en Madrid (España).

Cuando en el año 2012 se formuló la famosa “teoría de las élites extractivas”, que se convirtió rápidamente en una de las hipótesis académicas de moda para explicar el fracaso de los países, nunca imaginarían sus autores que diez años después sus tesis tomarían cuerpo en la España democrática del siglo XXI, de la mano de una oligarquía económica que lucha, con uñas y dientes, por mantener sus privilegios franquistas en las compañías eléctricas. Aunque bien es cierto que aquí, esa definición sobre este sector debería llamarse “extractivismo eléctrico castizo”, para darle mayor precisión conceptual y también para definir algunos rasgos de la chulería macarra con los que actúa.

Daron Acemoglu, profesor de Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y James A. Robinson, profesor también de Economía en la Universidad de Harvard, trataron de conocer las razones por las que unos países prosperan y otros no lo hacen, a pesar de tener condiciones similares. Para ello, analizaron a conciencia variables de distinta naturaleza que iban más allá de las habituales, llegando a la conclusión de que son el buen funcionamiento de las instituciones y la naturaleza de sus élites las que hacen prosperar las naciones. Según estos investigadores, cuando las élites de un estado se dedican a la pura acumulación de capital, por encima del bien común, mediante la extracción de recursos a los ciudadanos, los países fracasan sometidos por instituciones modeladas al servicio de grupos minoritarios que buscan mantener sus privilegios.

Si bien el concepto de élites extractivas se ha tratado de aplicar de manera interesadamente restrictiva a la clase política, son otras muchas las que entran en juego en los países donde se producen estos comportamientos codiciosos, especialmente las élites económicas, financieras, judiciales y empresariales, por señalar algunas. Bien es cierto que todas ellas suelen actuar de manera conjunta para salvaguardar sus intereses aristocráticos. Es lo que hemos visto en España, por ejemplo, entre el poder político y las grandes empresas energéticas, cuyo exponente más grosero ha sido ese sistema de puertas giratorias que ha llevado a que altos cargos políticos pasen, automáticamente tras dejar sus cargos, a formar parte de los centros nerviosos en los consejos de administración de estas empresas, cobrando jugosas retribuciones económicas por trabajos puramente testimoniales a cambio de poner sus contactos y experiencia al servicio de los intereses y beneficios de estas compañías.

Un país y una UE que regulan hasta los metros cuadrados que deben tener las gallinas ponedoras han sido incapaces de delimitar este maridaje tan feo entre las compañías energéticas tan poderosas y los altos cargos políticos con una influencia tan grande sobre su negocio, algo que es un lamparón indecoroso en nuestro sistema democrático.

Curiosamente, unas grandes compañías energéticas que se muestran tan generosas con los altos cargos políticos de este país, llevan décadas maltratando a los ciudadanos, a unos clientes a los que consideran vasallos, que tienen que soportar las condiciones y caprichos que en cada momento exigen estas grandes corporaciones, en forma de tarifas, peajes y cargos, contratos, derechos, subvenciones, diseño de un mercado energético a su medida y hasta de utilización lucrativa de recursos estratégicos esenciales.

Hemos tenido que enterarnos este verano de sequía, de ola de calor y de incendios que las compañías hidroeléctricas tienen la capacidad de vaciar embalses enteros, como Valdecañas, Alcántara, Torrejón y Cíjara, a su antojo, para jugar así con los precios del recibo de la luz y poder obtener elevadísimos beneficios por una energía vendida a precios históricos que tiene uno de los costes más bajos. Ni las necesidades sobre un recurso esencial como el agua en un verano sin lluvias, ni los graves daños ecológicos sobre especies y entornos que incluso son reservas de la biosfera, ni siquiera la disponibilidad para los hidroaviones que trabajan en los servicios de extinción de incendios en las poblaciones cercanas a los embalses son motivos suficientes para evitar que estas grandes empresas hidroeléctricas decidan abrir las compuertas de los embalses cuando quieran, como si fueran las bañeras de sus casas.

El franquismo otorgó a las compañías concesionarias de la explotación de los embalses hidroeléctricos la plena propiedad sobre el agua acumulada y desde entonces, ningún gobierno ha caído en la cuenta de que tenían que cambiar esta utilización feudal de un recurso tan valioso e imprescindible en pleno cambio climático, tras cerca de medio siglo de democracia. ¡Qué curioso! ¡Qué gobiernos tan olvidadizos que hemos tenido! Y luego nos bombardean con campañas publicitarias para que midamos el consumo de agua mientras nos duchamos o se justifica la necesidad de limitar su uso para los agricultores. Es el ejemplo más palpable de lo que David Harvey llamó “acumulación por desposesión” en pleno siglo XXI.

Tanto abuso solo se puede entender como herencia de un franquismo que tiene a muchas de sus oligarquías disfrutando de privilegios históricos, convertidas en élites extractivas, aunque muy castizas, eso sí. Porque solo con esa chulería tan nuestra se puede entender que las compañías eléctricas lleguen a amenazar a un gobierno democrático con desconectar, nada más y nada menos, que todas las centrales nucleares de España si se toma alguna medida para limitar sus prácticas abusivas, una de las amenazas más graves que se han hecho nunca.

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