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José María

Asesinos no tan malos

La memoria es frágil. El olor de su ropa se olvida. El sonido de su voz se distorsiona y transmuta en algo distinto.

Frente a la ventana dejan caer una lágrima. Y presto vuelven a cerrar la cortina. Se dejan caer sobre el frío suelo y lloran. Están solos

Dos semanas después del 11 de septiembre, los sucesivos actos en recuerdo de las víctimas del fatídico atentado están llegando a su fin. Los huérfanos y las viudas regresan a sus casas. Dejan su chaqueta en el perchero y se recuestan en el sofá. Frente a ellos, sobre la chimenea, reposa un pequeño marco dorado. Y en su interior, una fotografía, algo vieja y descolorida. Sus padres. Su mujer. El polvo. La sombra.

La memoria es frágil. El olor de su ropa se olvida. El sonido de su voz se distorsiona y transmuta en algo distinto. Pero el recuerdo es mucho más fuerte. Y la inexistencia no hace sino avivar su llama. Un parpadeo y pueden verlos de nuevo. Sin olor, sin mundanal ruido. No importa. Son ellos. Y les están mirando, quietos, sonrientes. ¡Vive! Se oye en la penumbra. Abren los ojos y despiertan. Están solos. Allí no hay nadie. Tan sólo el punzante silencio.

Aunque allí afuera, en la calle, parece oírse un murmullo. Y se aproxima. Se convierte en bullicio y luego en clamor. El retumbar de unos tambores. Un canto. ¿Qué será? La curiosidad les empuja al descubrimiento y se acercan a la ventana. Descorren las cortinas y no pueden creerlo. Es un sueño, una pesadilla. Necesitan despertar. Se golpean en el pecho una y otra vez, pero no lo consiguen. Ya están despiertos. Y ellos, los de la calle, han regresado.

Portan banderas negras e imágenes en pancartas. Y en una de ellas está él, Mohamed Atta, el asesino, el que segó tantas vidas y, sobre todo, la de ella, su Annie, su preciosa Annie. ¿Cómo es posible? ¿Nadie va a hacer nada? ¿Dónde está la policía?

De nuevo la sorpresa. La policía está ahí, rodeando la marcha. Los agentes tienen la cara desencajada, de rabia, pero están ahí. No tienen la culpa, es cierto. Cumplen órdenes. La responsabilidad es de otros. De los de arriba. Los que hacen y deshacen a sus anchas. Los que deciden quiénes son los buenos y quiénes los malos. Los que desgarran la historia y manipulan la memoria.

Frente a la ventana dejan caer una lágrima. Y presto vuelven a cerrar la cortina. Se dejan caer sobre el frío suelo y lloran. Están solos. Ahora sí que están solos.

Esto, queridos lectores, es una fantasía. En Estados Unidos jamás se permitiría una marcha en homenaje a los terroristas que, el 11 de septiembre de 2001, acabaron con la vida de tres mil personas. ¿Se lo imaginan? Quienes se atrevieran a proponer esta infamia serían despreciados, vilipendiados, excluidos de la sociedad. Lo mismo que ocurriría en Alemania si alguien osara homenajear a los terroristas de la Fracción del Ejército Rojo. O en Italia, en el caso de las Brigadas Rojas.

Políticos de uno y otro partido, de izquierdas y de derechas, saldrían a la palestra y calificarían esta propuesta como una aberración, una degeneración de la ética más elemental.

¿Homenajes a asesinos? Nunca. Porque no olvidemos que el asesinato no tiene ideología. No es marxista ni fascista. No es libertario ni opresor. Es simple y llanamente un asesinato, el fin violento de una vida. Y quienes lo ejecutan no son paladines de una causa, no son guerreros valientes en defensa de un ideal. Son tan sólo verdugos y criminales.

Silvia Ballarín, de seis años, hija de guardia civil. Asesinada el 11 de diciembre de 1987 en el atentado contra la casa cuartel de Zaragoza. A las 6:09 de la mañana, un coche cargado con 250 kilos de amonal fue abandonado por Henri Parot junto a la puerta de entrada de la residencia. Un minuto más tarde, una fuerte explosión arrasó el lugar y acabó con la vida de once personas, todas inocentes. Entre ellas, la de la pequeña Silvia.

Horas más tarde, Parot y sus amigos celebraban la muerte en un caserío oculto en las montañas. Sacaron vino y brindaron por Euskal Herria. Se sentían gudaris, luchadores por la libertad. Uno de ellos alzó su copa y comenzó a cantar el Eusko gudariak. Los demás le siguieron. Y entre vítores y risas amaneció. Para ellos salía el sol. Para sus víctimas, la oscuridad perpetua.

Hoy muchos de ellos están en prisión. La justicia ha actuado. Y la práctica totalidad de la sociedad les considera exactamente lo que son: vulgares asesinos. Pero otros, pocos, aunque ruidosos, sienten nostalgia por la muerte y el terror. Y puesto que desean reinstaurar el infierno en la tierra, homenajean a los demonios como si de héroes se tratase.

La reacción popular en contra de estos actos ha sido instantánea. Millones de voces se han alzado por toda España. ¡No a los homenajes a asesinos! Se ha gritado a los cuatro vientos. Frente a este canto a la dignidad, la voz de la política se ha manifestado entre alegorías y frases hechas, que no silencian ni disimulan el vacío ético del mal, de lo injustificable y que carece de precio y contraprestación cuando se pone en almoneda.

Pero, al fin, ha sido esa dignidad maltratada la que ha triunfado. Han sido los ciudadanos quienes han conseguido la suspensión de este humillante acto. Ellos solos, los hombres y mujeres que se despiertan temprano y acuden a sus trabajos. Los que llenan las calles. Aquellos que todavía me hacen creer que existe una chispa de esperanza. Estas líneas son para ellos.

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