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Miles de jóvenes celebran un botellón en la avenida Maria Cristina de Barcelona LORENA SOPENA - EUROPA PRESS

Los botellones con decenas de miles de jóvenes —estudiantes o no— en Barcelona saltándose cualquier regla sanitaria y toda norma de sentido común no es sino una de las facetas del problema que afecta a esa generación y que la pandemia ha agravado. Se trata de la más aireada, sin duda, pero no la única. Llevábamos ya tiempo con cifras del paro, por ejemplo, que alcanzan a más de la mitad de los jóvenes en edad y con voluntad de trabajar. Este diario abría hace poco su edición digital con la noticia de que el número de los jóvenes de Baleares que quieren emanciparse y no pueden hacerlo se dispara a causa de los precios de la vivienda. No creo que sea sólo un efecto local; la suma de falta de trabajo y alquileres por las nubes es común en toda España. Y conduce hacia un callejón sin salida que sólo acertamos a lamentar.

Vaya por delante que los sucesos de Barcelona, con vandalismo y ataques a la policía incluidos, son inadmisibles. El argumento de que la generación que acaba de salir de la adolescencia, o está en ella, tiene derecho a divertirse incluso con la pandemia por medio es absurdo. ¿Qué diversión tienen los críos sirios, los palestinos, los afganos, los etíopes, los coreanos del norte, los yemeníes y los de tantos otros lugares cuando la única alegría que queda a su alcance es la de sobrevivir? Poner los botellones por encima de las medidas para contener la Covid-19 es, además de disparatado, inútil porque tras las infecciones no son en absoluto las risas y los bailes los que asoman la cabeza.

Pero hay otros derechos que le juventud sí tiene y no sabemos darles. El de la vivienda es uno de esos papeles mojados que la Constitución ampara y no resulta sino uno más de la retahíla de compromisos sociales pendientes entre la que destaca el derecho al trabajo tras el propio derecho a la salud. Si existen planes para resolver el vacío de oportunidades, es obvio que no funcionan. Y el resultado a largo plazo resulta estremecedor porque se dibuja un panorama socioeconómico en el que las pensiones se convierten en una utopía y el propio entramado del Estado de derecho queda amenazado de raíz.

Cuando se ponen en énfasis los sucesos de algaradas multitudinarias quizá fuese oportuno buscar las causas profundas que llevan a tantos jóvenes a buscar la diversión inmediata como único objetivo. Igual es que todos los demás los tienen negados. Y el problema se extiende entonces al conjunto de la ciudadanía, al margen de condiciones y edades. O somos capaces de mantener la continuidad del bienestar durante el relevo generacional o, por decirlo de forma tan cruda como real, nuestro país se volverá un Estado fallido como, por otra parte, sucede en tantos otros lugares.

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