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Ramón Pérez

Opinión

Ramón Pérez

Una de porteros

Adri López despeja un balón en un entrenamiento en Fontcalent en presencia de Jesús Fernández, el otro portero. | ALEX DOMÍNGUEZ

Poca luz, césped sintético lleno de caucho, Compeed para las botas nuevas que hacen daño, un esprint sin calentar y un salto a destiempo. Golpetazo. Dos hombres al suelo. Uno se levanta y pregunta: «¿A qué hora cierra el Corte Inglés?». Está colgao, pero no mucho más que de costumbre, no es preocupante. El otro no parece grave, pero no se incorpora y el tiempo corre porque la reserva del campo es de una hora. Entonces, alguien pronuncia las palabras mágicas: «Si no se levanta, al hospital; si lo hace, que se ponga de portero». Si en una pachanga de polideportivo, un equipo aparece con portero, nosotros lo miramos con respeto. «Estos seguro que entrenan entre semana», dice uno mientras se desabrocha el cinturón de los vaqueros sobre el banquillo. «Estos deberían estar en otra liga, no con nosotros», se queja el otro mientras apaga el cigarro en la banda. «A mí no me llaméis más», sentencia el que llega corriendo con un calcetín de cada color. Lo justifica: «Las lavadoras de ahora, que como no sabes cuándo ponerlas…». Todo ese pesimismo instantáneo nace por ver un par de guantes en las manos de un rival, aunque sean de jardinero. Parece un puesto prescindible, pero tener portero impone en el fútbol de solteros contra casados y en el fútbol profesional. Con los porteros pasa igual que con las pilas del mando a distancia: nunca reparas en ellos hasta que te dan problemas. Al Hércules de Sergio Mora le falla la portería, el club no se había preocupado de ella durante años y ahora le toca darle golpes contra el sofá. Entre amigos el puesto de portero es un marrón; en el fútbol profesional, el santo grial.

En Alzira se vio que el Hércules tiene un problema donde hacía años que no lo tenía. Para colmo, Falcón, su anterior inquilino, sigue en plena forma. Ni Adri López ni Jesús Fernández, los elegidos por Carmelo [que fue portero], han generado tranquilidad. El primero sale demasiado y del segundo se dice que le falta portería. Ya saben, eso que se piensa cuando un portero lleva tiempo sin jugar y no se halla bajo los tres palos. El otro día un amigo me dijo: «Pues que lo dejen ahí por las noches y vaya cogiendo costumbre». Eso me recordó a Sam Bartram, el guardameta del Chartlon Athletic de los años treinta. En un partido del día de Navidad de 1937 entre estos y el Chelsea, la niebla colapsó Stamford Bridge. La mayor parte de la jornada se había suspendido; sin embargo, en el choque de Londres se optó por jugar. La primera mitad terminó con empate a uno y los segundos cuarenta y cinco minutos comenzaron ya entre una bruma densísima. El árbitro terminó parando el encuentro y los jugadores marcharon al vestuario, pero en la caseta del Charlton sólo eran diez. A los 15 minutos de la suspensión un vigilante del estadio bajó al césped y se acercó a una de las porterías. Ahí estaba Bartram, con el ceño fruncido y tratando de ver siluetas entre la niebla, satisfecho porque su equipo debía de dominar tanto que no veía a nadie cerca. El vigilante, atónito, le dijo: «¿Qué hace? No queda nadie en el estadio».

Le dije a mi amigo que no, que de momento no es necesario que ningún portero del Hércules pernocte en el Rico Pérez. Más bien me basta con aquello que dijo Di Stéfano cuando era entrenador del Valencia: «No le pido que me pare las que van dentro, me sobra con que no se meta las que van fuera».

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