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Pedro Sánchez anuncia la subida del Salario Mínimo.

Hace unos días, un impresionante empresario, con sede en València, alertó de que el incremento del salario mínimo interprofesional (SMI) provocará una bajada del empleo. Doy en pensar que lo mismo tiene razón. También pienso que la esclavitud es el sistema que garantiza el pleno empleo, aparte de otras múltiples ventajas si eres propietario. En la esclavitud, además, los esclavos no suelen hablar para dar sus molestos argumentos. Espartaco lo hizo y consiguió que crucificaran a toda su ejecutiva y a unos 6.000 manifestantes más. Qué tiempos. Sin embargo, ahora, algunos lenguaraces se empeñan en pedir la inconveniencia de que quien trabaje pueda comer o pagar el alquiler con cierta holgura, que tampoco será tanta como no entren más sueldos en casa y tenga bombillas, que hasta a ese lujo se han acostumbrado.

Empresarios, como en todo, hay de muchos pelajes. Básicamente los que leen a Plutarco y los que no. Pero aquí convergen y se unen: no es momento de subir el SMI. Lo bueno de tener unos años es que ya sé que los empresarios nunca consideran que: 1) Sea buen momento para subir el SMI y, en general, los salarios. 2) Sea buen momento para subir los impuestos. Por eso los empresarios infunden confianza, porque son coherentes, ahistóricos, fieles a sus principios y a sus fines. No como los trabajadores, empeñados en ganar unas perras más que, total, tampoco les sacan de pobres. Los trabajadores deberían, por eso, ser mejores patriotas y estar menos preocupados por su subsistencia o el futuro de sus hijos. Vale que con las rentas del trabajo se mantienen las arcas públicas, pero tampoco es para ponerse así: como son los que más necesitan los servicios públicos, deben ser los que paguen más impuestos. Pero no. Los trabajadores, los sindicatos, se empeñan en trastocar todo, con lo bien que van las cosas.

Bien es cierto que resulta que con la salida de la pandemia hay empresarios quejándose de la ausencia de trabajadores formados. Lo mismo es que pagan poco. Lo mismo es que no aciertan, por a o por b, por falta de voluntad o de inteligencia, a compensar la falta de productividad con sueldos muy bajos. No sé. No soy como algunos grandes empresarios que sí saben. Que para hacer ideología de contención simbólica de las reivindicaciones de igualdad ya les basta con eso de que sueldos mejores igual a paro y que el mejor lugar del dinero no es en impuestos sino en sus bolsillos, perdón, en los bolsillos. El caso es que he mirado por varias páginas de internet, a ver. Y deduzco que las cosas son muy complicadas. Lo reconozco, porque soy medio lerdo, a diferencia de algunos jefes empresariales, que encuentran todo muy sencillo: la riqueza despierta intuición y favorece el sentido común. Pero me da la impresión, mirando por encima, que algunas subidas salariales precedieran a incrementos del paro, pero es difícil, o imposible, establecer una relación causal única o principal entre ambos hechos. Lo mismo median otras circunstancias que los gabinetes al servicio de las empresas deberían matizar más. Por si al pueblo soberano le interesan.

En este mismo momento me he convertido en un demagogo. Lo venía sospechando desde hace tiempo. Me levanto muchas noches y me digo: “soy un demagogo”, y eso me permite dormir mejor. Es que esto va así: si uno da opiniones socialmente difundidas defendiendo que no haya cambios que alteren el statu quo y su rango de favorecidos/desfavorecidos, es persona seria, responsable, aunque para ello le baste con una frase hecha repetida un millón de veces y que no admite contraste. Si hace lo mismo alguien que defiende los cambios es un demagogo. Se llama Historia. Por eso los grandes empresarios nunca necesitan intervenir demasiado en los debates políticos: les basta con afirmar su Verdad, la Verdad.

Lo mismo, también, es que yo soy de la izquierda-caviar, manjar que siempre he degustado con fruición, aunque mayormente haya sido sucedáneo de lumpo, aunque hubiera prefiero el de esturión. No ser rico no significa que no tengas buen paladar: en esta afirmación tan tonta se encierra algunas de las verdades -con minúscula- más importantes de la existencia, con lucha de clases o sin ella, porque, al fin y al cabo, si hubiera caviar de esturión para todos, a los ricos ya no les gustaría tanto. También me gusta el salmorejo, El Greco, las procesiones de Semana Santa, buenos vinos, el cocido de Lardhy, la cecina y, en general, los quesos, la música de Bach y la poesía de Machado o de Rilke. Y tengo un buen sueldo. Un caso perdido, pues. Lo que pasa es que para algunos empresarios y para la derecha montaraz, para defender a los trabajadores y otros subalternos, uno debe ser como un pringao de las dimensiones de un personaje de Dickens o, al menos, el abuelo de Víctor Manuel. Y no. Minero no soy, seguro. Tengo claustrofobia.

No alterar esta ideología sólo significa que el empresariado, los CEOs de formación técnico-cristiana y otras especies, son capaces de compatibilizar el discurso de la digitalización con el mantenimiento de los argumentos clasistas de hace muchas décadas, pero mostrando una profunda incomprensión acerca de que las desdichas de la globalización y de la misma digitalización están generando alianzas silentes pero crecientes entre los diversos grupos de derrotados. Es cierto que hay una desagregación de intereses directos, económicos y culturales, una fragmentación de la clase trabajadora. Pero, a la vez, la complejidad social también se verifica en que los bordes de las decadentes clases medias, que cada vez ven más complicado que el ascensor social vuelva a funcionar, si no hay cambios en los aparatos del Estado, generen otras presiones, otras solidaridades, otras barreras de rechazo ante la altivez de grandes empresarios o ejecutivos -aunque sean pocos, pero medulares en las estructuras del poder-, incapaces de inventar otro discurso que no sea el de no subir salarios ni impuestos, -renunciando a mejorar el Estado social constitucional-. En un mundo endurecido por muchas cosas y, a la vez, más consciente del peso de la diversidad, los agravios a los trabajadores y trabajadoras fueron relegados ante el fulgor de otras luchas. Pero tengo la impresión de que algunos combates en torno a la igualdad económica, que es la auténtica garantía de autonomía personal y de libertad, van a regresar. Que se hagan desde el diálogo y la concertación social será muy bueno. Pero si los sembradores de desprecio siguen creyendo que este mundo es su mundo y los demás deben asumir su cruz, habrá problemas. Más problemas. Puestos a perder los complejos aquí los podemos perder todos.

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