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José María

Joven, ¡despierta!

Una joven consulta una obra en una librería.

  “Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve, ni es sangre, ni es juventud, ni relucen, ni florecen”.

Los versos más hermosos son siempre aquellos que no caducan. Aquellos que, aunque escritos en la noche de los tiempos, pueden leerse hoy con la misma actualidad que tuvieron en su día.

Nuestro poeta Miguel Hernández lo sabía. Y por ello, en un momento en el que España necesitaba de su juventud, asumió raudo la responsabilidad que la creación le impuso, cogió su lápiz y escribió las líneas que encabezan este artículo.

La juventud personifica la fuerza motriz de nuestra sociedad, de cualquier sociedad. Es la energía necesaria para la evolución, para la revolución. Ser joven es un regalo. Y no sólo para quien goza de su efímero fruto, sino para todos, para los que ya no lo son y los que un día lo serán, los ancianos y los niños, los hombres y las mujeres. La juventud es un regalo para la humanidad.

Por ello los jóvenes tienen encomendada por naturaleza una misión providencial. Una misión cuyo significado excede de lo sacro y de lo profano. Los jóvenes están biológica y moralmente obligados a cambiar el mundo, las reglas del juego y la disposición de todos nosotros en el complejo tablero de la existencia.

Fueron los jóvenes quienes taparon las calles de París en aquel lejano mayo del 68, quienes volcaron los tanques en la Primavera de Praga, quienes con piedras y martillos derribaron el Muro de Berlín. Y aquí, en España, fueron los jóvenes quienes, tras la muerte de Ortega y Gasset, resistieron bravíos en la Complutense las repetidas embestidas de las fuerzas del franquismo y quienes, años más tarde, llenaron las plazas para reivindicar aquello que no podía perderse, aquello que era suyo, su futuro y su esperanza.

Vale la pena recordarlo, repasar las fotografías del pasado. Millones de jóvenes despiertos, conscientes de su fuerza y de su responsabilidad. Millones de ellos sin banderas, sin colores, sin símbolos de pertenencia a nada excepto a la juventud, a la rebeldía innata de la tardía inocencia. No se veía ni un pequeño ápice de asfalto, ni un solo adoquín. Sólo cuerpos y cabezas comprometidas con nobles ideales. Sólo jóvenes.

Pero han pasado los años y yo me pregunto, ¿dónde están ahora? ¿Dónde están los miles de hijos de Jean-Paul Sartre? ¿Dónde están aquellos que pintaban en las paredes? La imaginación al poder. Bajo los adoquines, la playa. Prohibido prohibir. El tiempo lo ha borrado todo. Las letras, la memoria, las ansias de cambio. Nadie imprime ya octavillas. Nadie lanza al viento consignas. Nadie desgarra sus entrañas en una sonora negación en pos de la locura. En palabras de León Felipe, “ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Ya no hay locos, en España ya no hay locos”.

Los tiempos cambian. Es cierto. Y ahora la filosofía no se lleva. No está de moda. No sale en Instagram ni en TikTok. En alguna ocasión aparece en un vídeo de YouTube, pero es residual y pocos lo ven.

En cualquier caso, me resulta muy difícil comprender el porqué de esta situación. Los jóvenes siguen existiendo. Están ahí. Y siguen llenando las plazas. Todos lo hemos visto estas últimas semanas en los medios de comunicación. Miles de ellos reunidos, de noche. Aunque había algo distinto en esas grandes concentraciones. Su objetivo era muy simple. Y podía resumirse en una sola palabra, en un solo verbo: beber.

Lo mismo ha ocurrido con la música. Lo vacío se ha impuesto. Lo impersonal ha triunfado. No hay más que contemplar esos grandes altavoces que, en los macrobotellones, retumban con ruidos similares al chirrido de un tren al descarrillar. Algo insoportable.

Todo por una foto con filtro. O por una divertida Instagram Story. Diez likes, veinte likes. Un emoticono sonriente de un desconocido. Nada más importa. Sólo el ego, el yo por encima de todo. Vivimos inmersos en un preocupante exceso de positividad.

Y mientras tanto el mundo agoniza, simple y llanamente porque los jóvenes han renunciado a su papel en él. Han depuesto sus armas, las palabras, y han desertado de la lucha consustancial a su naturaleza primigenia.

Tal vez sea el momento de desempolvar los viejos tratados y de abrillantar los envejecidos gramófonos. Tal vez salga a cantar de nuevo Zeca Afonso y nos veamos obligados a arrancar todos los claveles en flor. Y cuando llegue ese día, que seguro llegará, volveremos a respirar tranquilos porque los jóvenes, de nuevo, nos habrán salvado.

La juventud siempre arrastra, la juventud siempre vence, y la salvación de España de su juventud depende”.

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