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Esperando a Godot

Daniel McEvoy

El juego del calamar

Los icónicos antagonistas de ’El juego del calamar’, el fenómeno que ha pillado a Netflix por sorpresa. Netflix

En 1953, Corea padeció una guerra que duró tres años y finalizó con la división del país entre la República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte) y la República de Corea (Corea del Sur). La contienda se cobró un saldo aproximado de dos millones de vidas humanas y arrasó por completo un país que acababa de salir de otro conflicto, la II Guerra Mundial, durante el que padeció la ocupación de las fuerzas del Imperio Japonés.

Los dos países resultantes ya eran pobres antes de la guerra y ninguno de los dos presentaba unas perspectivas muy halagüeñas para el futuro. Sin embargo, en los primeros ocho años de paz, Corea del Norte experimentó una asombrosa recuperación, bajo la tutela de un gobierno muy bien organizado, que parecía estar sentando las bases de una economía moderna e industrializada (aunque ha terminado como todos ustedes saben). Por el contrario, durante esos años Corea del Sur se caracterizó por constantes episodios de corrupción política e inestabilidad que nada hacían presagiar que en 1961 el país estaba a las puertas de una de las más asombrosas transformaciones económicas de la historia.

Ese año, un golpe de estado, encabezado por el general Park, formó un gobierno que heredó una nación pobre y que dependía por entero de la ayuda de los Estados Unidos para sobrevivir; ayuda prestada, por otra parte, sólo para poder tener un contrapeso en la región frente a la creciente influencia de China, a través de Corea del Norte. En consecuencia, el principal objetivo del régimen militar instaurado fue liberar al país de su secular pobreza. Su principal virtud fue darse cuenta de que uno de los pilares fundamentales que debían sustentar la consecución de ese logro era la educación.

Pero no sólo el gobierno era consciente de ese hecho, sino que era una concepción asumida por todo el pueblo coreano. De hecho, tras la liberación del país del yugo nipón en 1945, se produjo una explosión del número de escuelas y de matriculaciones de niños que no se interrumpió ni siquiera durante la Guerra de Corea. Es cierto que muchos colegios fueron destruidos, pero las clases se impartían en cualquier lugar: desde fábricas abandonadas hasta tiendas de campaña. Entre 1945 y 1960 las matrículas en primaria se multiplicaron por tres, las de secundaria por ocho y las universitarias por diez. En 1960 Corea del Sur estaba próxima a alcanzar la universalidad para la educación primaria de niños de ambos sexos, y el porcentaje de abandonos era el más bajo de entre todos los países que podían ofrecer estadísticas fiables en aquella época.

En la actualidad, Corea del Sur goza de un sistema democrático avanzado y su economía se encuentra entre las más boyantes de todo el mundo. Su producto interior bruto se sitúa en el puesto número 11 de las principales economías y está entre los 10 países que más productos exportan. Yo estoy convencido de que la educación de su población, cuyas bases se asentaron en los años sesenta, es uno de los factores de ese éxito, reforzado por factores económicos como la facilidad para crear empresas (según los rankings internacionales es el cuarto país donde más sencillo es hacerlo, mientras España es el trigésimo). Además, el país asiático ha prestado una especial atención al desarrollo tecnológico y a la innovación, invirtiendo un porcentaje muy elevado de su PIB, mayor que el de países como Japón o Estados Unidos, en investigación y desarrollo.

Imagino que, a estas alturas del relato, aquellos de ustedes que tienen la amabilidad y la paciencia de seguir esta sección semanal, sabrán de mi gusto por los relatos teleológicos y, por lo tanto, se estarán preguntado a dónde quiero llegar. La respuesta es sencilla. Esta semana he pasado varias horas preparando una charla que tengo que dar el lunes para directores y futuros directores de centros educativos y, mientras buscaba material para ilustrar de una manera más o menos amena los ásperos temas de índole legislativa que debo exponer, encontré una polémica surgida en torno a uno de los productos que Corea del Sur comienza a exportar con cierto éxito a occidente: su producción audiovisual.

En concreto, me refiero a una serie que emite la plataforma Netflix y cuyo título en español es El juego del calamar. Se trata de un thriller extremadamente violento que se ha convertido en todo un éxito de audiencia. En síntesis, nos narra la historia de 456 personas en una situación económica y existencial desesperada que aceptan tomar parte en una serie de juegos infantiles en los que apuestan sus propias vidas para ganar el premio de 45,6 mil millones de wons coreanos (33,5 millones de euros). El género no tiene nada de novedoso, pero su impactante puesta en escena, la verosimilitud de sus protagonistas y la inquietante disección que realiza de la naturaleza humana han atraído a la audiencia de todos los países del mundo.

El hecho de que esta serie se cruzara en la preparación de mi charla sobre cuestiones de legislación educativa tiene que ver con la polémica surgida en varios países, el nuestro incluido, cuando en muchas escuelas han observado que niños de corta edad emulan los comportamientos observados en la pantalla, ejerciendo la violencia física sobre los compañeros que pierden en sus habituales juegos infantiles. La serie está calificada para mayores de 18 años y se advierte de que contiene imágenes de violencia explícita.

¿Cómo es posible entonces que niños de siete, ocho o nueve años la estén viendo? En algunos casos porque los padres no ejercen el suficiente control sobre los dispositivos electrónicos de sus hijos y los contenidos a los que tienen acceso. En otros porque, simple y llanamente, les permiten ver series no aptas para ellos e, incluso, lo hacen «en familia». Una sociedad que pixela unos pezones, que exige un carné para tener un perro y que desdobla ridículamente el lenguaje para hacerlo «inclusivo» pero que permite esto con su infancia, se va, y perdonen ustedes una expresión que no es propia de mis artículos, irremisiblemente a la mierda.

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