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El portavoz parlamentario de la ERC, Gabriel Rufián.

El sujeto sube despacio al estrado, sabe que todas las miradas están fijas en él. Su boca va esbozando una sonrisilla lateral, al estilo de las que veía en las películas de Hollywood en su infancia, en personajes que detestaba. Hace una pausa teatral y recorre con su mirada desafiante a los centenares de personas que, sentadas frente a él, le contemplan. Sabe que la inmensa mayoría le aborrece, y eso le da fuerza. Ha hecho del odio su motor, de la chulería su instrumento y del desprecio su seña de identidad. Por fin se acerca al micrófono y vomita su discurso, preñado de rencor y fina ironía. Para él y los suyos.

Para los demás se trata, simplemente, de un ser patético, inculto, alguien que ha alcanzado cotas inverosímiles para su preparación y talante, que utiliza las únicas herramientas que le pueden aportar notoriedad en un mundo en el que la mediocridad se ha convertido en norma.

10 de octubre de 2021. Partido final Copa de las Naciones: España-Francia. Nuestro personaje se sienta a disgusto frente al televisor, con el único aliciente de ver humillado a ese país que detesta. Porque el amor de los hiper nacionalistas hacia su terruño se alimenta del odio hacia el “opresor”. Ver a catalanes corriendo por el campo enfundados en unas camisetas rojas con el escudo de España le genera una desazón difícil de mitigar, quizá solo con goles en contra… da igual que sean los franceses, a los que tampoco aprecia, ¡faltaría más!, porque fuera de los contornos de su amado “país” nada merece la pena. Pero en esto los hados se conjuran en su favor: Francia marca un gol en claro fuera de juego, con la complicidad del árbitro. Y, tras gritarlo como si hubiera conseguido un título universitario, en el cerebro de nuestro héroe se enciende una lucecita: Toma su teléfono y vomita un twit que supone una muestra de su “ingenio” y su “humor”: “Llarena emite una euroorden de detención para el linier del España-Francia”.

Jooo… qué bueno soy, qué ocurrente y qué mordaz, piensa nuestro Rufián. He mezclado la política y el fútbol y de paso he ofendido a todos los españolazos.

Debate en el Congreso acerca de la mesa de diálogo entre Cataluña y España (¡¡??): “Si no hay mesa no hay gobierno”.

Debate en el Congreso de los Diputados, acerca del Referéndum de autodeterminación catalán: "También dijo que nunca habría indultos, así que denos tiempo".

Las palabras son hirientes, como esquirlas de hielo, pero peor aun es la gestualidad del personaje: Una mirada entre la de un forajido y la de un predicador, un gesto que solo puede generar dos sentimientos: El de utilidad ─el tonto útil─ entre sus correligionarios y el de rechazo en el resto de la Humanidad. Porque, ¿puede haber alguien fuera del reducidísimo universo independentista catalán al que caiga bien el tal Rufián?

Rufián es como el compañero de clase que todos hemos tenido alguna vez, el gracioso sin gracia, el metepatas, el malasombra inoportuno que siempre acababa en un charco. Solo que él lo hace a propósito en pos de un objetivo que, probablemente, hasta él estime inalcanzable.

Pero… señor Rufián, y perdóneme por llamarle señor, ¿cree usted que generar odio en cualquier persona normal es el mejor camino hacia su pretendida independencia? ¿Piensa que la estrategia de caer mal a todos los españoles va a hacer que algún día abdiquemos de nuestra historia y nuestra unidad y digamos algo así como: “Que se vayan los catalanes, que nos resultan muy antipáticos”?

No, Rufián ─y empleo el concepto con doble acepción─ no será así. Y usted es uno de los responsables de que los españoles recelemos de nuestros representantes, y los veamos como unos arribistas, iletrados y tramposos, a quienes nada importa el bienestar general, más allá de sus propios intereses. Personas como usted producen vergüenza ajena en cualquier ciudadano bienintencionado. Pretende usted ser el Joker justiciero de Batman y se queda en bufón de masas y animador del cotarro en redes sociales. Usted lleva a las últimas consecuencias “lo importante es que hablen de uno. aunque sea…”. Y si esa petulancia en la vida denota falta de ética, en política es aún peor. Disfraza su inutilidad bajo un ego superlativo: A usted le importa más el personaje que ha creado que el fin que persigue.

Aunque aún más triste es que haya alguien que esté dispuesto a pactar con usted con tal de seguir en el poder. Eso es, si cabe, aún más mezquino que su sonrisa. 

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