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Los insobornables, más necesarios que los economistas

Pablo Carbonell.

Para presentar la novela de Pablo Carbonell -‘El nombre de los tontos está escrito en todas partes’-, me preguntaron: «¿Te llevas bien con él?». Hay quien piensa que te llevas mal con alguien por el mero hecho de hacer un comentario sobre algo que consideran negativo, y ustedes saben bien que hoy tenemos comentarios’negativos’ a la carta para intentar hundir al adversario y hasta a ese vecino que tiene la maldita expresión de felicidad que nos da tanta rabia.

Para cualquier artista, los comentarios están a la orden del día. Pero hay que saber de qué hablamos cuando hablamos de ‘artista’: si del que se lucra vendiendo las joyas de la familia en Twitter, del que recibe ayudas por una serie de contactos bien ordenados en una agenda o del que es artista y en cuya definición entran desde el retratista de la Casa Real al bufón de la corte.

En el primer caso, el artista que se vende ante el público, posee esa baza de ‘cuanto peor mejor’ que mueve hoy ciertos sectores del moderno ‘showbiz’ (la expresión `mundo del espectáculo´ sería exagerada, porque su contenido podría caber en la bolsa de polipropileno de nuestra comunidad). Su objetivo artístico obedece a mantener el estatus de estrella ideal -tumbona en la piscina bordeada de palmeras- demostrando en directo que a todos nos huelen los pies, cosa que calma las iras del espectador que encuentra injusto no poder lucirse más que subido en las olas sobre el hinchable gigante que venden en esos centros comerciales donde pasa el fin de semana, esa aplastante mayoría que decide con su voto quién distribuye los dones que paga a la sociedad con sus impuestos.

En el segundo caso nos encontramos a un buen artista cuya forma de subsistencia se inició con un destello de luz que asombró a sus contemporáneos y que se fue aclimatando a ese ir y venir del arte,  entre la innovación incomprendida -es decir, no rentable- y ‘lo de siempre’, que siempre cotiza. Como ‘lo de siempre’ incluye aspiraciones tan poco elevadas como el recibo de la luz, comer todos los días y follar con una cierta regularidad, no hace falta relatar los laberintos por donde se mueve la resolución de las vicisitudes que nos unen a casi todos.

Entre el retratista de la Casa Real y el bufón existen notorias diferencias: el primero puede alguna vez sentar cátedra en virtud de sus títulos. Quizá le dejaron ser ese troyano que iba a cambiar el mundo con murales alegóricos y revolucionarios, para ser fagocitado después por el mismo mundo al que se sumó. El bufón, admirado pero temido, se puede permitir la risa, la marginalidad, el juego. La siempre jodida sinceridad. Le lloverán las ‘críticas negativas’ de los que exigen lealtades sin fisuras. Su existencia depende de las inteligencias que existan entre los aristócratas. Acepta poder ser decapitado por capricho o por necesidad y por eso, el retratista, que ha aprendido a ser injusto, le aguanta con condescendencia.

¿Puede un bufón organizar en Palacio un observatorio ético, un concurso humorístico sobre la responsabilidad, una bienal de la conciencia o un congreso comisariado por un jurado de payasos? Sí, y además aportarían los veredictos y las decisiones más certeras por ser desinteresadas. Sus galardones serían tan honestos que cambiarían la forma de ver el mundo. De esto avisan hoy políticos y economistas de todos los colores: hay que cambiar, transformarnos para que el universo no se autodestruya. ¡Pero ahora en las aulas ya no se impartirá ética ni moral! Como buenos vividores, escalan puestos para poder crear su propio refugio antiaéreo junto a los poderosos, que les librarán -eso creen- de la cruda realidad.

Pablo es quizá una de las personas más honestas consigo mismas que he conocido. Su ego es vacilante, atrevido, libre, cautivador, contradictorio. Necesario para tomar el valor de subirse al escenario y reírse del mundo con la bondad maliciosa que emana de su sonrisa y de esos ojos que todo lo comprenden: «Me he pasado la vida convencido de que la realidad se podía rebobinar para volver a hacer las cosas otra vez, pero bien hechas». Quien tenga la posibilidad de tener esa manivela de la moviola y poder editar, sin borrarlos, los choques y obstáculos que nos estamos encontrando, tendrá la llave del futuro. Y para ver con claridad esos choques no hacen falta cientos de cargos, a sueldo del mismo mundo que destruye con una mano y finge crear con la otra. Dense cuenta, el bien escaso, lo que hace falta para salvarnos de las injusticias que hemos creado, es la insobornable sinceridad de los bufones.

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