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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Alicante: la ciudad ilegible

ALICANTE. Castillo de Santa Bárbara.

Confiesa Borges: “he nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires”. Acaso a mí me sucede lo mismo, acaso nací en otra ciudad, de la que casi todo ignoro, que también se llamaba, y se llama, Alicante, por uno de esos azares de los siglos, que alteran las intenciones y quiebran los nombres que los vivos dan por seguros, en su vana afición por la eternidad.

Digo esto porque el otro día me informé sobre el llamado Debate del estado de la Ciudad, rimbombante denominación para una cita rutinaria que, bajo manto de promover las sanas controversias, hastía y aleja a la ciudadanía de la política. Otro simulacro, en fin, de lo que debería ser una auténtica escena democrática. Leí con atención crónicas, y hasta con algún concejal hablé del asunto, y con periodistas y otros profesionales. La conclusión es que no entendí nada, nada me conmovió y nada saqué en claro para el futuro. Muy probablemente es culpa mía, aunque no tengo porqué asumir estos prematuros desmayos de la inteligencia. Al fin y al cabo, no conozco a ningún ciudadano no implicado que haya vivido otra cosa. De esa gélida disposición en el ánimo descuento, por supuesto, los denuestos hirientes y elevadamente inmorales de esa concejala especializada en insultar a los débiles, de cuyo nombre no quiero acordarme para que no manche este artículo con su perseverante indecencia, como mancha la casa consistorial.

Y el caso es que escucho al alcalde y juzgo que dice, átonamente, como con lengua de cartón piedra, cosas fríamente razonables; cosas en las que posiblemente cree, lo que me parece extrañamente misterioso. Y escucho a los tres líderes de la oposición, siempre ágiles y al borde del furor, y pienso que tienen toda la razón. Del resto de partidos no es preciso hablar pues viven en un sencillo vacío. ¿Dónde está, pues, el problema?, ¿existen el alcalde y los opositores en dos ciudades distintas? Sí, habitan en otra ciudad, que no es la común. Pero todos en la misma. La cosa es que leen el mismo libro con dos léxicos, dos gramáticas distintas.

El Alicante de Barcala es automático, sencillo; una ciudad abstracta en la que es imposible que algo funcione mal… salvo lo justo y necesario para poder usar de la ciudad misma en sus proclamas contra instituciones gobernadas por otros. Es una ciudad, en fin, a la que le sientan mal los ciudadanos. Sobre todos los débiles, los vulnerables. Pero no creo que sea por insolidaridad: es porque estropean la atmósfera, con sus reivindicaciones y recordatorios, a veces, y otras, sencillamente, con su presencia, poco agraciada. La desigualdad debe desarmarse, pero no por afán solidario, sino porque no sabe cómo integrarlo en el triunfalismo de la bajada de impuestos, de las pequeñas grandes obras o del turismo, siempre faro y guía del amor frenético por el mar y las rocas y el cielo azul y el clima, fíjate tú.

El Alicante de la oposición de izquierdas -y puedo generalizar pues no saben, o no quieren, personalizar sus diferencias-, sin embargo, es el Alicante de las pequeñas cosas. Lo que, dicho así, queda estupendo para un mitin sin mayores pretensiones que repartir estampas entre los adeptos y besos a los niños. Con razón critican a la derecha por no poseer un proyecto global y coherente de ciudad. Y dicho esto, para no ser acusados de soberbia y vanidad, se guardan celosamente el suyo. Reconozco mi incapacidad para seguir el hilo de las decenas y decenas de propuestas que la izquierda desgrana cada mes; miles deben ser ya, en lo que va de mandato. Que si aquí una acera reformada, que si allá completar un colegio, que en la otra punta plantar árboles, que si en aquella partida limpiar un bancal. Qué sé yo. Y casi todas justas y benéficas. Y la mayoría solidarias, y buenas para las bicicletas y los animales. Lo suficiente para que sus árboles no dejen ver sus árboles.

La cuestión es: ¿cómo se ensambla todo ello?, ¿qué modelo económico perdurable emerge?, ¿qué ciudad puede alimentar la imaginación de la ciudadanía a la hora de cambiar su voto? Porque, no nos engañemos, no hay designio estratégico en esta lluvia fina. Lo que hay es angustia existencial, porque miden su capacidad de existencia por su presencia en medios y redes. Así un día y otro. Pobres. No serviría yo para esta política. La alternativa de elegir grandes ejes, planificar acciones, tejer con calma alianzas, argumentar con perseverancia las prioridades… son cosas fuera de la estrella de los vientos de estas izquierdas. Es la nueva política, me dicen. Y deben tener razón. Ya digo, ni yo soy yo, ni mi casa es ya mi casa. Pero el caso es que ahí sigue gobernando el PP.

O sea: uno Don Tancredo, y los otros la agitación que sólo se detiene en los selfies, para que la imagen no salga más movida aún. Y en estas estamos. ¿Cuál, pues, es mi Alicante?, ¿cuál el Alicante de los que saben que hay centenares de problemas nimios a los que atender pero que, a la vez, sólo será posible solucionar si se imbrican en esquemas más amplios?, ¿cuál el Alicante de los que, razonablemente, ansían una gran ciudad, que no ande perdida en reyertas de gañanes, pero que no ignoran que lo principal de una ciudad son sus habitantes?

La conclusión es que no sabemos leer esta ciudad. Desmembrado su abecedario -seamos justos: en otras épocas, sobre todo-, este es su principal defecto. Hacer legible Alicante debería ser la primera causa de encuentro y consenso, la primera responsabilidad de casi todos los partidos. La ciudad sucede, recuerdan los urbanistas. Ese devenir de la ciudad, en todas sus facetas, es lo que está por definir, para alentar, incluso para redibujar un relato, una información que no sea mero lamento, agravios conservados en naftalina para que resistan las quejas de los años y rediman del vicio de pensar, también a periodistas, académicos, profesionales y líderes ciudadanos. Todos más acostumbrados, y crecientemente cómodos, en figurarse la ciudad como un sitio propicio a la ocurrencia y al juego del anuncio: al suceso que no sucede. O podemos leer la ciudad, todos, en un lenguaje aproximado, o Alicante, que ya no es la “casa de la primavera”, puede proclamarse casa del analfabetismo urbano.

Quizá nos quede un soplo de fuerza para volver al poema de Borges: “En aquel Buenos Aires, que me dejó, yo sería un extraño. / Sé que los únicos paraísos no vedados al hombres son los paraísos perdidos”. Que nadie vea en esto un himno a la nostalgia. Las cosas son como son. Pero, conociéndome, admítaseme una voluntad de lícita autocompasión colectiva y un último trallazo de esperanza.

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