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Juan Carlos Padilla Estrada

Voy a contarles una historia

Es indignante comprobar que un país como el nuestro sea tan complaciente con estos sujetos

La Policía deja en libertad a la mujer detenida tras la caída al vacío de su novio.

En 1846 un médico austriaco llamado Ignác Semmelweis se percató de que en el hospital central de Viena había una diferencia entre la mortalidad de las mujeres parturientas según la sala de puerperio que ocupaban.

Aquella a la que accedían los estudiantes de medicina después de estar explorando cadáveres registraba una mortalidad superior a la otra, muy superior. Entonces se le ocurrió obligar a los visitantes a lavarse las manos antes de entrar a cada una de las salas. Los resultados fueron inmediatos y la mortalidad cayó espectacularmente a valores similares en ambas salas.

Semmelweis intuyó que algún agente era vehiculizado a través de las manos y hacía enfermar a las mujeres que acababan de dar a luz. Pero no fue hasta treinta años después que Louis Pasteur abrió las puertas al descubrimiento de las bacterias como responsables de algunas de las enfermedades infecciosas, concretamente la fiebre puerperal.

España 2021: Un individuo de triste recuerdo (su padre no merece ver citado su apellido en este contexto) asesina a un niño de nueve años en La Rioja. El individuo había cometido una violación en 1993 y un asesinato en 1998 “porque experimentaba placer sexual”. El 26 de julio de 2000 fue condenado a 30 años de prisión, aunque salió en verano de 2020. Su abogado defensor advirtió a la administración penitenciaria que su defendido no era susceptible de excarcelación por su tendencia a volver a delinquir.

Se estarán ustedes preguntando qué tiene que ver la primera historia con la segunda. Al igual que los médicos del XIX intuían que había algo que transmitía enfermedades y que el lavado de manos eliminaba, ahora, en pleno siglo XXI, somos conscientes de que el asesino de niños y otros como él padecen alguna disfunción en su cerebro que no somos capaces todavía de detectar. Probablemente la medicina genética de los próximos años nos dé más claves para comprender su evidente patología.

Pero hasta entonces solo nos queda una opción: apartar a estos sujetos de la sociedad a la que han demostrado agredir repetidamente.

Es indignante comprobar que un país como el nuestro sea tan complaciente con estos sujetos. ¿Qué hacía en la calle este individuo? ¿No había demostrado ya su capacidad para hacer el mal? ¿Qué puede sentir la policía que se esfuerza por detener a esta clase de sujetos, si luego aparecen en las calles como santos varones? ¿No había informes desfavorables de la junta de tratamiento penitenciario? ¿Quién tomó la decisión de dejarlo en libertad? ¿Y qué consecuencias va a tener esa decisión?

Porque conocemos las que ha tenido sobre el pobre niño, pero no los efectos que van a recaer sobre el individuo que lo excarceló, quizá con buena intención, pero con trágicas consecuencias.

Yo soy un firme contrario a la pena de muerte. Pero hay algo más allá de la disyuntiva pena de muerte o multa de cincuenta euros. Y se llama cadena perpetua, que podemos acordar revisar… tras un período acordado y siempre que haya garantías reales de que el sujeto ha dejado de ser un peligro para la sociedad. Un país no puede supeditarlo todo a la reinserción de los presos, porque habrá delincuentes que no sean reinsertables, como es el caso de éste y otros sujetos que como digo, probablemente sean portadores de una auténtica enfermedad.

Pero hasta que la descubramos, señores responsables de proteger a la sociedad, hagan su trabajo como si los amenazados por estos delincuentes fueran sus propios hijos.

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