Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José Carlos Llop

Georgie Dann: ¿horterada o puro Dadá?

Muere Georgi Dann, el artista que puso ritmo al verano

Georgie Dann era a la música lo que una chuche a la gastronomía. Nunca, nadie de nosotros, se habría atrevido a llamarle músico; hubiera sido como llamar madame Pavlova al general Patton. Lo conocimos tocando el acordeón –un instrumento poco serio y propio de espectáculos circenses y tabernas portuarias, a ser posible francesas– y sin embargo, Georgie Dann había cursado la carrera musical entera en el Conservatorio de París y su especialidad fue el clarinete. Sí, como Woody Allen. También tocaba, dicen, el saxo. O sea que el viento era lo suyo y ha pasado por la historia de nuestro país –los veranos eran su momento de esplendor (un esplendor algo cutre, ya sé)– como un viento extraño, con aspecto y acento franco-argelino y colores precursores de la diseñadora Ruiz de la Prada. Nunca supimos si llevaba el pelo teñido o era una peluca imitación de los gorros de piel de oso de la guardia real británica; nunca si su rostro era el suyo o de retablo retocado. Por no hablar de las alegres chicas de largas piernas que le acompañaban en sus coreografías tan absurdas como simplonas, todas tan satisfechas de hacer lo que hacían. Y en cambio cuando sonaba una de sus canciones todo el mundo estaba dispuesto a hacer el indio e incluso a beber sangría. He visto a personas serias y cultas perder todo sentido del ridículo –¿para qué tenerlo a veces?– bailando las canciones de Georgie Dann como quien se sube a un cohete, da una vuelta a la tierra, se lo pasa bomba y luego baja y aquí no ha ocurrido nada.

Era incombustible. Tanto le daba convertir las estepas cosacas en un espectáculo de feria –Kasatschok–, como cantar El bimbó como si fuera un reloj de cuco que se hubiera tomado un ácido; componer el himno nacional de ese invento veraniego con el que algunos hacen el agosto, El chiringuito; musicalizar la hortera Barbacoa, –me refiero al invento no a la canción, lo que sería pura aliteración– o cometer ‘incorrecciones’ que hoy lo llevarían al juzgado de guardia bajo el ritmo de Mami, qué será lo que tiene el negro… Todo se lo pasaba por el arco de triunfo y de todo sacaba punta –corta, monótona y machacona– mientras sonreía con mueca de muñeco y se movía como un robot algo suelto de aceite en las articulaciones. Sus canciones eran intercambiables y su originalidad más que dudosa –quiero decir que se copiaban entre sí bajo la sonrisa sin complejos de su autor, que sí, él sí, era original– y nadie, lo que se dice nadie, se atrevería, repito, a llamarlas música. Ni siquiera el propio Georgie Dann, que sabía perfectamente que no lo eran. Pero ahí estaba, impávido, verano tras verano, para risa o martirio de todos, hasta que le sabías ver el raro talento y te sumabas a la risa, que siempre es muy sana. El mismo talento que ha hecho que se le despidiera como si hubiera sido lo que no era. ¿Lo que no era?

Es muy fácil definirlo como hortera y pasar página, pero incluso los periódicos más pro-republicanos lo han despedido como ‘El rey del verano’. Y lo era hasta que lo derrocó un anuncio de cerveza. Pero algún día se comprobará que su proyecto encerraba mecanismos subversivos –la risa es lo más subversivo– emparentados con el Dadá de Tristan Tzara. ¿Habla usted en serio? Tanto como él cantaba, si lo que hacía era cantar. Con su estampa inigualable y con mi amigo Pepe –que seguro que ya debe de estar bailando El Bimbó allá donde encuentren los dos– y mi amigo Jesús –que tenía el corazón partido entre Georgie Dann y El Fary– llegamos a formar en los 80 una cátedra especializada en el arte del francés afincado en España. Créanme que hay cátedras mucho más ridículas e inútiles en nuestro mundo universitario. La nuestra era muy seria y no crean que me he vuelto loco, o que estoy bajo los efectos sicalípticos de la polémica entre sacerdotes de nuestra diócesis, alguno de ellos –ya que estamos en el do-re-mi-fa-sol– más divo que la Caballé. Había que despedir a Georgie Dann como no lo han despedido: fue un marciano de la música, sí, pero fue nuestro marciano y le estamos muy agradecidos. No era una cuestión de mal gusto: él siempre supo lo que estaba haciendo; quien no lo supiera ver, peor para él.  

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats