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José María

Ya no sé qué comer

 Nadie duda del hecho de que una alimentación saludable es esencial para mantenernos sanos y prevenir determinadas enfermedades. Hay que comer variado, dicen los médicos y los nutricionistas, y evitar ciertos alimentos que, en exceso, perjudican nuestra salud. La obesidad infantil, por ejemplo, cada día más habitual, se debe a que muchos de nuestros niños hacen poco deporte y abusan de los refrescos y de la bollería industrial.

Las recomendaciones en este ámbito son conocidas por todos. No hay más que consultar las publicaciones periódicas de la Organización Mundial de la Salud, elaboradas por expertos con una larga trayectoria en el campo de la investigación, según los cuales, si todos modificáramos algunos de nuestros hábitos, nuestro estado de salud mejoraría notablemente. Es necesario mantenerse activo a diario, seguir una dieta saludable, no fumar, no beber alcohol o hacerlo de forma moderada, gestionar el estrés y mantener una buena higiene.

Seguir estos consejos es fácil. De hecho, la mayoría de nosotros los tenemos asumidos y, aunque de vez en cuando hagamos alguna excepción, tratamos de aplicarlos en nuestro día a día. Ahora bien, el problema se plantea, como siempre ocurre, cuando la radicalidad y la idiotez, sinónimos ambos, se convierten en el criterio rector de cualquiera de estas recomendaciones, principalmente la relativa a la alimentación saludable. Porque, ¿qué debemos entender por ésta?

Hasta hace no mucho consistía en seguir una dieta variada, una dieta mediterránea, decían los nutricionistas, en la que hubiera de todo: frutas, verduras, carne y pescado. Eso sí, sin abusar de nada o, en otras palabras, con moderación. El justo medio aristotélico aplicado a la comida.

Ocurre que, sin embargo, ahora resulta que no puedo comer determinados alimentos que siempre he comido (y que me gustan) porque su ingesta me convierte automáticamente en una especie de asesino sin escrúpulos. Por ejemplo, el pulpo, que, según algunos “expertos”, como la actriz Gwyneth Paltrow, no puede comerse porque es un animal muy inteligente. Tampoco la carne, ya que la ganadería es la causante de la contaminación, del cambio climático y del fin del mundo. No son los coches, los aviones ni las fábricas, sino las vacas, los pollos y los simpáticos cerditos los que, dentro de muy poco, acabarán con todos nosotros. Y los ganaderos, que contribuyen al advenimiento del Apocalipsis, son algo así como los cuatro jinetes de los que habla el Libro de las Revelaciones. Esto mismo insinuó un ministro que, en una de sus pocas manifestaciones públicas, declaró la guerra a la carne y pidió a los españoles que no la comiéramos o que redujéramos su consumo. Él, en cambio, no se incluía en su discurso; porque claro, a diferencia de los demás, que preferimos comer gachas y legumbres, al señor ministro le gusta el solomillo, el foie y el bogavante. Y por eso en su boda ofreció estos manjares a sus invitados. La tierra para el que la trabaja, pero las patatas para el comité.

De un tiempo a esta parte, como no quiero ser responsable de la destrucción de todo cuanto me rodea, el día que me toca hacer la compra lo paso realmente mal. Bajo al supermercado y desesperado deambulo por los pasillos debatiendo conmigo mismo sobre qué producto puedo comprar. Y cuando por fin cojo alguno y lo introduzco en mi carrito, súbitamente me asalta la duda. ¿Será el atún inteligente? ¿Y el pavo? Esta palabra designa, en su forma de sustantivo, a un ave de corral, pero también, como adjetivo, a una persona sin demasiadas luces. Algo intolerable, pues, además de vulnerar el honor de este animal, crea confusiones en todos los que no deseamos comer animales con un determinado coeficiente intelectual. Estoy seguro, y espero no equivocarme, que será un punto importante para debatir en la próxima reunión ministerial. Terribles discriminaciones como ésta son impropias de una democracia consolidada como la nuestra.

Lo mismo ocurre con los tradicionalmente llamados “animales de trabajo”. La Constitución prohíbe los trabajos forzados. Y claro, como los humanos, al gozar de humanidad, tenemos derechos fundamentales, lo lógico es que a los animales les sea reconocida su animalidad, un estatus jurídico que les proporcione unos derechos similares. Es el caso del derecho a la sindicación. Si un animal trabaja, dijo el director general de Derechos de los Animales, debería poder afiliarse a un sindicato. Y mientras este derecho no les sea reconocido, no se podrá hablar de “animales de trabajo”, sino de “animales asociados a tareas”.

Iniciativas como ésta son necesarias para prender la luz en el oscurantismo intelectual en el que nos hallamos inmersos. Tanto es así que la futura ley de Bienestar Animal debería incluir en su articulado la obligación de que todos los envases de productos animales contengan una etiqueta lo más detallada posible. Y que en ésta no sólo se mencione el contenido calórico que tiene la pieza, sino también y principalmente el resultado del test de inteligencia realizado cuando el animal vivía y su afiliación sindical. Estoy seguro de que muchos de nosotros rechazaríamos el producto si el animal resultó ser más inteligente que Gwyneth Paltrow, algo no demasiado difícil, o si, por alguna casualidad, ejercía de delegado sindical o miembro del comité de empresa en la granja en la que fue sacrificado.

Mientas tanto, seguiremos aceptando pulpo como animal de compañía.

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