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Jaime Vierna

Homo homini lupus

Imagen de archivo de una isla INFORMACIÓN

“El hombre es un lobo para el hombre”. Difícilmente podría emitirse sobre nosotros un diagnóstico más descorazonador. Y, sin embargo, su éxito resuena a través de los siglos por encima de todas las evidencias. Damos por sentado que esa es la verdad profunda del hombre y si nuestra experiencia directa, personal, es contraria a esa afirmación la consideramos directamente excepción a la norma. Pero… ¿y si fuera al revés?

En octubre de 1939 el Estado Mayor de Hitler acordó que, llegado el momento, la fuerza aérea alemana intervendría para acabar con la voluntad de resistencia del pueblo británico. Hitler había leído “La psicología de las masas”, de Gustave Le Bon, uno de los intelectuales más influyentes de su tiempo, y en ese libro había aprendido que ante una situación de emergencia, el pánico y la violencia se extienden sin control y el hombre desciende varios peldaños en humanidad para rescatar al salvaje que lleva dentro. También lo había leído Churchill, que, en la hora más negra, y sin tiempo ya para construir los refugios antiaéreos necesarios, optó por construir en las afueras de Londres una serie de hospitales psiquiátricos de urgencia.

Casi un año después, el 7 de septiembre de 1940, el momento que había esperado el canciller alemán llegó por fin. Los bombarderos alemanes cruzaron el canal de la Mancha y dejaron caer su carga mortal sobre Londres. Durante nueve meses más de ochenta mil bombas asolaron la ciudad: barrios enteros fueron borrados del mapa. ¿Y cómo reaccionaron los británicos? ¿En qué clase de bestias salvajes se convirtieron?

El doctor John McCurdy visitó en aquel momento un barrio humilde londinense en el que “cada cien metros había un cráter o un edificio en ruinas”. Si en alguna parte los ciudadanos, en estadio de pánico, habían regresado al estado salvaje, tenía que ser allí. Pero lo que encontró fue que los niños seguían jugando en las aceras, que la gente seguía haciendo sus recados, que seguían regateando con los comerciantes, que un policía dirigía el tráfico con cara de aburrido… “Que yo viera, nadie se molestó siquiera en mirar al cielo”. Un periodista americano confesó su sorpresa por “el valor y la amabilidad de la gente ordinaria en condiciones que no difieren mucho de una pesadilla”. ¿Y los hospitales psiquiátricos de Churchill? Vacíos. El consumo de alcohol descendió y se cometieron menos suicidios que en tiempo de paz. Después de la guerra se añorarían aquellos días “en que todo el mundo era solidario y daba igual que fueras de izquierdas o de derechas, pobre o rico”.

Pero los asesores de Churchill tenían más confianza en Le Bon que en sus propios ojos, y cuando llegó el momento se pusieron ellos también a “socavar” la moral de la población civil alemana. Más de la mitad de las ciudades alemanas quedaron totalmente destruidas. En una sola noche murieron en Dresde más personas que en Londres en toda la guerra. En esas circunstancias, el doctor Friedrich Panse apuntó: “Dada la gravedad y la duración de la presión psicológica, la respuesta de la población fue llamativamente equilibrada y disciplinada”. Un equipo de economistas británicos que estudió sobre el terreno la recuperación posterior concluyó que fue más rápida en las veinticinco ciudades destruidas que ellos estudiaron que en el grupo de control de catorce que no habían sido bombardeadas.

Resultaba que, en lugar de sucumbir ante el empuje del salvaje interior, el “fino barniz” de la civilización se endurecía con la adversidad. Pero, aunque el hombre no parece ser en realidad un lobo para el hombre, sí es el animal que tropieza repetidamente en la misma piedra, y veinticinco años más tarde los Estados Unidos lanzaron sobre Vietnam tres veces más bombas que las que cayeron sobre Alemania en toda la guerra. Su efecto sobre la moral de la población norvietnamita es conocido por todos.

Veinte escolares americanos caen en un avión al mar y van a parar a una isla desierta. No hay ni un solo adulto allí, es la felicidad completa. Instauran un hermoso plan de sólo tres puntos: divertirse, sobrevivir y hacer señales de humo veinticuatro horas al día. Todo va bien, pero pronto todo empieza a ir mal. Los instintos violentos van ganando terreno. Cuando por fin ven un barco en la distancia, resulta que han abandonado el fuego, y no pueden hacer señales de humo. Varias semanas después son rescatados, pero, para entonces, tres de esos muchachos han muerto ya de forma violenta. Su joven líder llora “por las tinieblas en el corazón del ser humano”. Es otra vez Le Bon. Y es, otra vez, una ficción. Y, otra vez, un éxito rotundo. “El señor de las moscas” se vende como churros, traducido a treinta idiomas.

Pero no habla de la realidad. La realidad es muy distinta. En 1977 seis chicos de Tonga, una isla del Pacífico, salen a pescar. Con poca pericia y mucha improvisación, pronto naufragan y terminan en una pequeña roca inhóspita aislada en el océano: ‘Ata. Si en “El señor de las moscas” el fuego queda desatendido y se apaga, en ‘Ata el fuego se mantuvo durante todo el tiempo -¡más de un año!- que pasaron allí. Trabajaban por turnos estrictos: dos cocinaban, dos cuidaban el huerto, dos oteaban el horizonte. Intervenían en las discusiones y apaciguaban los ánimos alterados. Cuando les rescataron, vivos y sanos, tenían, además del huerto y un fuego permanente, un aljibe para recoger agua, un gimnasio, una pista de bádminton y jaulas con gallinas.

Esto fue lo que ocurrió cuando las circunstancias de la historia de “El señor de las moscas” se dieron en el mundo real. Las historias que se empeñan en convencernos de que escondemos un abismo de maldad dentro de nosotros no solamente no son útiles, sino que ni siquiera son ciertas.

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