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Mercedes Gallego

Que Dios nos pille confesados

José Ignacio Munilla

De la homosexualidad afirma que es «un trastorno que se puede curar con terapias»; de la masturbación, que es «una especie de violencia contra nosotros mismos»; del aborto, al que se opone incluso en casos de violación, que es un «gol del demonio al feminismo radical contra la propia mujer»; considera inmorales el divorcio y la fecundación in vitro, equipara refugiados con terroristas y sostiene que «el feminismo es el suicidio de la propia dignidad femenina». Hasta de la menstruación y de que por ella «a algunas les da por limpiar» opina. Es la tarjeta de presentación del llamado a ser nuevo obispo de la Diócesis de Orihuela-Alicante, José Ignacio Munilla, cuyo nombramiento mantiene en shock a buena parte de los miembros de una Iglesia a la que se le empezaba a entender mejor desde que habla con acento argentino y no ve sacrilegio, por ejemplo, en que una catedral acoja la grabación del videoclip de una canción de amor. Una Iglesia capaz de nombrar cardenal a un jesuita que lleva al cuello una cruz hecha con la madera de una patera pero que con el prelado elegido para Alicante demuestra, por contra, que se puede ir hacia atrás y, salvo que se produzca un milagro, a peor.

Cierto que se especula con que la designación no habría sido bien acogida por el agraciado al interpretarse como un castigo por su talante ultraconservador cuando por suerte, sobre todo para la propia Iglesia, soplan otros vientos. Que ha sido el modo de apartarle de cotas más altas, como el arzobispado de Pamplona, cabeza de la provincia eclesiástica vasca a la que hasta ahora pertenecía como obispo de San Sebastián y al que probablemente aspiraba. O de la posibilidad de postularse para el de Valencia ante la próxima jubilación de Cañizares. Claro que podría ser todo eso, pero no sé qué ha hecho una Diócesis como esta, donde no son pocos los que aún añoran la apertura que supuso el paso de Victorio Oliver, para merecer semejante castigo. Que no creo yo que sea divino.

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