Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Isabel Olmos

Amantes

Archivo - Varias personas con mascarillas en Nueva Zelanda.

Tengo que revelar algo inconfesable. En lo más terrible de la pandemia, cuando no podíamos vernos, ni tocarnos, ni salir a la calle excepto para comprar apresuradamente o trabajar (quien tuviera un trabajo esencial), mis amigas y yo quedábamos de tapadillo y, en el patio de la finca donde vivimos cualquiera de nosotras, nos abrazábamos. Lo hacíamos en secreto, como quien piensa que está haciendo algo maligno o prohibido, ya ves, pero no podíamos evitarlo. Era nuestra manera de conjurar el miedo, los nervios, la incertidumbre y, por qué no, también la tristeza de vivir unos momentos de separación tan difícilmente digeribles.

Pido perdón por anticipado por si algo de lo que acabo de compartir pueda parecerle a alguno de nuestros lectores insolidario o irresponsable. Ciertamente, en aquel entonces apenas unas finas máscaras de tela casera atadas a trompicones nos protegían del azote de virus, ese peligro invisible y omnipresente. Pero lo necesitábamos. Necesitábamos esos abrazos furtivos y casi clandestinos. Nuestra alma, nuestro corazón o nuestra cordura, quien sabe, lo pedía a gritos. Era nuestra manera de decirnos, sin palabras ‘¿estás bien?’, ‘¿cómo llevas esto?’ ‘¿tienes miedo, amiga mía?’.

Quizás si nos hubiésemos tropezado con algún vecino inesperado éste hubiese tenido la tentación de denunciarnos por saltarnos todos los toques de todas las normas de todas las alarmas establecidas. O simplemente nos hubiera regañado, murmurando entre dientes mientras sacaba la basura. O tal vez, simplemente, o hubiera hecho ni dicho nada, solo pasar por nuestro lado en silencio, compasivo, comprensivo, al vernos con tanta hambre de compartir.

¿Qué porqué les cuento esto ahora? Ni yo misma lo sé, la verdad. O quizás sí. Quizás me ha inspirado ver de nuevo -casi seguro que sí- una imagen del bello cuadro ‘Amantes’ de René Magritte, ése en el que un hombre y una mujer se besan a través de sendas telas blancas que ocultan sus rostros, anudadas a sus gargantas. Pese a eso, pese a las barreras textiles que se interponen entre los dos el observador percibe pasión, deseo y amor. No les hace falta verse para reconocerse y entregarse el uno al otro. Y ellos, los amantes, me han retrotraído a los múltiples filtros sanitarios que cubren ahora nuestros rostros, a los que nos estamos acostumbrando (o no, o con muchas dificultades, rabietas y olvidos inconscientes) y que tanto han modificado nuestra manera de expresar afectos y emociones.

Pese a la desobediencia inicial y tal vez infantil con la que empezaba este relato, me confieso una persona obediente, de orden y respetuosa de las normas. Me protejo y protejo a los demás frenándome una y mil veces del impulso arrebatador de abrazarles sin piedad, de estrujarles, de someterles a un prolongado abrazo de más de diez segundos. O veinte. Uno de esos abrazos en los que no piensas ‘no abraces más, no sea que salte el bicho’, como saltan los piojos, o como el perfume se adhiere a la solapa del otro sin buscarlo, o como el ganchillo del pelo que se enreda, rebelde, en un mechón ajeno. Para que todo esto pase hace falta tiempo. Y últimamente abrazamos con prisas, fugaces, temerosos de lo que no se ve y sintiendo sobre nuestro rostro el contacto de una tela propia y no el de una piel ajena. Y nos convertimos en los amantes de Magritte, anónimos, invisibles, pero cargados, eso sí, de mucho mucho amor.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats