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Miguel Ángel Santos Guerra

El derecho a la tristeza

Luces de Navidad

Cuando la alegría es un deber, tenemos que exigir el derecho a la tristeza. La vida es la síntesis de alegría y tristeza. Por eso, cuando una de las dos faltan, todo es antinatural. Hoy se celebra la Nochebuena. Mañana es el día de Navidad. Días de obligada alegría. La expresión Feliz Navidad se multiplica por miles: saludos, mensajes, correos, tarjetas, llamadas, cartas… En estas fechas, deseamos felicidad cada día decenas de veces, Y también recibimos ese mismo deseo en no menos ocasiones.

Las luces de Navidad, que comienzan a iluminar las ciudades dos meses antes, nos avisan de que vienen tiempos de alegría. También la música de villancicos nos recuerda en qué tiempo estamos. Los inevitables regalos, las cenas y comidas navideñas, los anuncios insistentes nos vienen a decir que son días en que la tristeza tiene que estar desterrada.

Las felicitaciones inevitables, la lotería de Navidad, las “entrañables” costumbres familiares (árboles, belenes, regalos, adornos, doce uvas…), las vacaciones navideñas, los días festivos, las cabalgatas de Reyes, los adornos en los edificios y en los comercios nos recuerdos que es el tiempo de la felicidad.

Los hitos de la Navidad (la cena de Nochebuena, la despedida del año en la Nochevieja con las doce uvas, el saludo al nuevo año, la mágica noche de Reyes) se ven como amenazas que nos demandan un esfuerzo sobrehumano para no desentonar en un ambiente de explosiva felicidad.

Da igual que seas creyente o agnóstico, rico o pobre, joven o mayor, hombre o mujer, negro o blanco, soltero o casado. La obligación nos afecta a todos y a todas. Tenemos que estar felices, tenemos que hacer regalos, tenemos que ser solidarios, tenemos que volver a casa por Navidad…

¿Quién no conoce a personas que, al acercarse estas fechas, se sienten angustiadas y experimentan un sentimiento de fastidio porque su ánimo no se corresponde con el que deberían experimentar las personas normales? ¿Quién no conoce a personas que, de buen grado, darían un salto en el calendario y se situarían en el siete de enero?

Hace unos días recibí de una amiga entrañable este significativo mensaje: “Nunca me gustaron las Navidades… Hacía el esfuerzo por los niños, por mis padres… Con gusto me iría al sol para borrarlas”. Estoy seguro de que no es una excepción. El problema es que nadie se puede escapar, nadie puede irse al sol. La inmersión en el clima de alegría es inexorable.

Es probable que imborrables recuerdos infantiles de Navidades felices, marquen el contraste con la situación presente, haciendo más doloroso el paso del tiempo que nos ha traído a un momento de adulta desilusión.

Me quiero solidarizar en estas líneas con diversos grupos de personas a las que la Navidad pone contra las cuerdas de la tristeza. Ese ambiente de alegría general pone negro sobre blanco su propia desdicha, la hace más patente y más intensa.

Pienso en quienes están solos, en quienes no tienen casa a dónde volver por Navidad, en quienes no tienen que hacer números para saber cuántos pueden reunirse en la mesa de Nochebuena porque no tienen ni dónde caerse muertos.

Pienso en aquellas familias en las que este año notarán el vacío que ha dejado un ser querido que se fue acaso con el agravante de no haberlo podido despedir a causa de la pandemia.

Pienso en los pobres. En lo que sentirán cuando pasen delante de maravillosos escaparates llenos de atractivos y caros objetos, cuando entren en centros comerciales repletos de productos deseables, cuando pasan delante de restaurantes lujoso o de Hoteles de cinco estrellas, cuando vean anuncios y anuncios y anuncios de maravillosos objetos completamente inasequibles…

Pienso en los desterrados, en los exiliados, en los inmigrantes forzosos, que han huido de la persecución y de la miseria y que se encuentran alejados de su cultura, de sus seres queridos, de su lengua, de sus costumbres, de su patria, de su infancia.

Pienso en los que se hallan inmersos en una crisis profunda causada por la ruina económica, por el abandono del que han sido objeto, por el conocimiento de un diagnóstico fatal, por la muerte de un ser querido, por una profunda depresión, por la pérdida del trabajo, por una decepción amorosa…

Pienso en quienes están enfermos, en quienes están hospitalizados con diagnósticos fatales, en quienes no van a poder moverse de una pequeña habitación de la Unidad de Cuidados Intensivos.

Pienso en los agnósticos y en los ateos, que se verán inmersos en fervorosos villancicos, interpelados por ingeniosos belenes, que oirán las campanas que convocan a la Misa del Gallo, que se verán instados a vivir el espíritu de la Navidad.

Pienso en quienes, en esta sexta ola de la interminable pandemia, invadidos por la variante ómicron, se sienten angustiados, amenazados, tristes, aturdidos, asustados, cansados de luchar. Y en quienes ven sus negocios y proyectos al borde de la ruina.

Leí hace tiempo el libro “El derecho a la tristeza”, de Emilio Albi. Dice el autor: “Estar triste y demostrarlo tiene muy mala prensa. La primera reacción de la gente cuando te ve llorar es decirte que no lo hagas, que no pasa nada, que si dejas de llorar se te pasará. Normalmente la intención es buena, claro. Esas personas solo quieren consolarte, pero también, en parte, dejar de verte triste. La tristeza y el llanto ajeno incomoda, porque no sabemos qué hacer con él”.

En los últimos años cada vez se ha ido poniendo más de moda una corriente positiva, en la que te vienen a decir que estar o no estar triste depende única y exclusivamente de ti. Que por muy mal que vengan las cosas, debes mantener una actitud positiva e intentar sonreír. Tanto es así, que se han creado empresas alrededor de esta filosofía. El mensaje está claro: estar triste y mostrarlo no está bien visto. Pase lo que pase, debemos poner buena cara y fingir que todo va bien.

Sin embargo, las emociones negativas como la tristeza, la ira, la envidia, o la culpabilidad son emociones de las que no se habla y que parece que tenemos que quitarnos de encima cuanto antes. No debemos sentir envidia porque está mal, no debemos estar enfadados durante demasiado tiempo porque está mal, tenemos que dejar de estar tristes lo antes posible, porque estarlo durante mucho tiempo está mal. Decía San Agustín que las lágrimas son la sangre del alma.

“El libro de la tristeza”, de Gavriel Ebensperger, es un álbum ilustrado en apariencia muy sencillo pero que encierra una lectura muy potente. Nos habla del poder de nuestra mente sobre nuestros sentimientos, tanto para bien como para mal. De cómo podemos usar la imaginación para ver todo aquello que no podemos tocar. De cuán fácil es encontrar la alegría en todas partes si sabemos mirar adecuadamente. Un libro realmente inspirador, con un final cargado de ternura.

Quiero mostrar mi solidaridad con todos aquellos y aquellas que, al despertarse cada día de estas fechas navideñas se van a levantar utilizando el título del famoso libro de Françoise Sagan: “Buenos días, tristeza”. Ojalá que ese sentimiento de melancolía sea leve, pasajero y soportable.

Acabo de asomarme a las estanterías de mi biblioteca. Veo, por casualidad, un título que me llama la atención ya que estoy inmerso en la redacción de este artículo: “Educación para la tristeza”. Es una novela de Luísa Costa Gomes, escritora portuguesa nacida en Lisboa en 1954. Compruebo que está publicado en el año 2000. No sé dónde ni cuándo compré ese libro. Pero voy a comenzar su lectura. Me ha intrigado el título. Estoy seguro de que fue el gancho que me llevó a comprarlo.

Pido a William Shakespeare unas palabras prestadas para poner el punto final: “Podéis hacerme abdicar de mis glorias y de mi estado, pero no de mis tristezas. ¡Todavía soy rey de mis amarguras!”. A pesar de los pesares, Feliz Navidad.

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