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Lola Peiró

El puente de la memoria

Revisión periódica visual de las palmeras.

He de confesar que tengo una propensión casi enfermiza a apilar libretas, folios escritos con definiciones, palabras obstrusas, resúmenes de temas interesantes que quiero releer y no olvidar, cosas así. Y eso hace que me piense en serio la posibilidad de hacer una pira en algún lugar incombustible pero con cancha para que las llamas hagan desaparecer todos mis "saberes" que, por cierto, ya casi no consulto. Pero no me atrevo. Creo siempre que me quedaré en blanco porque allí está todo lo que fui, y el recuerdo de lo que contiene una de esas hojas puede devolverme la memoria que tantas veces deseé activar.

Pues en una de esas tardes, cayendo ya el sol, me dio por escarbar y encontré un escrito en el que yo aludo, a tenor del tema, al pasado siglo, en aquella posguerra plagada de sotanas, procesiones, rezos, confesionarios, manguitos sota mangas de por sí asaz holgadas para que no se viera pizca de carne femenina pecadora. El resto todo fue un fervoroso Viva Franco y Arriba España. "Quien lo vivió, lo sabe".

Pues aquellos folios en cuestión venían a explicar de cómo un pueblo cuajado de palmeras devino en un paraje mermado de ellas. Permítanme que les transcriba algún párrafo de entones entresacado de aquellos papeles que fui apilando. "Hace un tiempo mi encuentro con los atardeceres otoñales entre palmeras era una cita a la que a nosotros, los entonces jóvenes, nos encantaba acudir. En verano, los ocasos solían ser claros, azulados o blanquecinos, pero suaves; el sol se ponía con menos estridencia de rojos que parecían desangrarse con ellos, los cielos. Y siempre estaban allí las palmeras, feraces, enérgicas, elegantes, con un glorioso toque de locura en los días de viento. Nosotros, sentados al borde de un regato, conversábamos mientras caía el sol. Y allí las palmeras formaban muchedumbres, ejércitos, eran como poblaciones bulliciosas de gente centenariamente joven. 

Ya les digo, los palmerales dominaban el paisaje imprimiéndole su indiscutible impronta. No podía ser imaginable su destrucción." 

Eso era así en mi primer "entonces".

Pero ocupada en este trasiego del vivir, descuidé durante años mis encuentros con aquellos atardeceres otoñales donde también se daban cita el recuerdo de los árabes, judíos, cristianos..., impregnando estos lugares con los susurros lejanos de los iberos, y otros muchos pueblos que del mar llegaron. ¿Quién no los tiene presentes si su perfil aún se dibuja sobre acequias y muros que ellos construyeron? 

Y pasado el tiempo, me lamentaba yo de haber perdido ese hábito en aras de un vivir hacia otras costumbres, otros inventos capaces de absorber aquel nuestro pasado. Ley de vida...

Pero un día de un ya actual otoño, y empujada por la añoranza, acudí de nuevo al encuentro de aquellos colores arrastrados por los vientos del atardecer, y no encontré los paisajes de antaño, pero si bien las ráfagas de rojos, azules y negros estaban aún presentes, el paisaje ya no era aquel de entoces, no era igual. Las palmeras parecían haber mermado su bravura porque a través de sus palmas sin vigor un nuevo aire mostraba su decadencia como la mostramos los humanos con el paso del tiempo.

Había, aquel dia, integrado en el paisaje, un hombre ya casi anciano que miraba todo aquello mientras apuraba su cigarrillo. Me acerqué y hablamos. "¡Las palmeras dice usted? - preguntó – Como todo, ¿sabe?, en la atualidad ellas ya no son rentables, cuestan de mantener y ahora producen poco o nada. Ya no se valora su producto, que era lo nuestro..., nos sentíamos orgullosos de ellas y hoy, la gente no entiende de orgullos sino de dinero." Le pregunto si no hay unas leyes que las protejan, y él repite con desabrimiento que hoy la gente no entiende de orgullos sino de dinero, y esos que hablan de apoyarlas, ni siquiera viven aquí, a no ser que se hayan construido uno de esos chalets con piscina para pasar el verano.

Y el viejo se va con su tristeza a cuestas. Ya no le he vuelto a ver, tal vez haya muerto, como las mismas palmeras...

Lo bueno que tienen los acontecimientos que provoca esta Naturaleza es que ella hace caso omiso de ordenadores, teléfonos omnipresentes abarrotados de información y aparatos de tal laya; hagan lo que hagan los ricohombres de estos tiempos no pueden imitarla. Frente a las escandalosas puestas de sol, nada puede competir con tal torrente de hermosísimas explosiones de color durante los otoños, especialmente aquellos que se nos regalaron en los tristes años de la posguerra. Era lo más hermoso que podían traernos los Reyes Magos.

En la actualidad este pueblo nuestro aún es hermoso, si no fuera por los edificios antiguos sin restañar, aquellos que fueron emblemáticos, como Casinos, Teatros, Cines, Conventos, etc., prácticamente cerrados, callados; la actividad cultural muy pobre aunque, eso sí, cafeterías, chiringuitos y otros centros de bullicio como grandes centros comerciales, andan en alza. La fuerza del dinero está pudiendo con todo y por eso las pocas palmeras que quedan, si no tienen amo que las cuide, agachan su penacho y claudican con un profundo ¡ameeen! que las brisas tristemente se llevan sin que nadie las entienda... 

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