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José Ramón Navarro Vera

Ciudad, tecnología, política

Saskia Sassen, Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales

Conviene recordar que la cultura digital no es un horizonte cerrado y ya escrito, sino un espacio de futuro del que pueden surgir ventajas innegables para la convivencia o formas crueles de control autoritario y mercantilización del mundo.”

Luis García Montero, poeta y director del Instituto Cervantes.

Hace algún tiempo, tuve la oportunidad de escuchar una conferencia (on line) de Saskia Sassen, socióloga, profesora de la Universidad de Columbia (Nueva York), que fue premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en 2013 , en el desarrollo de la cual se mostró muy crítica con las llamadas “Ciudades Inteligentes”, refiriéndose explícitamente a dos de ellas, que se han convertido en el paradigma de esta modelo de ciudad tecnológica que tanto entusiasmo levantan en sectores políticos, empresariales, técnicos y académicos: Songdo (Corea del Sur) y Masdar (Abu Dabi). El lema que identifica a la primera es: “La ciudad más inteligente y sostenible del mundo”, mientras que Masdar, proyectada en medio del desierto por el arquitecto mediático Norman Foster, se nos vende como una adelantada del urbanismo sostenible, del ahorro energético, las energías limpias y la movilidad sostenible.

Saskia Sassen, que se dio a conocer con su conocido ensayo “Ciudades globales” (1991), sostuvo en su conferencia que en las ciudades penetradas por la tecnología como en las mencionadas, esta se convierte “en un mecanismo de control, no solo de los procesos urbanos sino de los mismos ciudadanos.” Estas ciudades inteligentes, según Sassen, están vacías de urbanidad, la tecnología produce en ellas un deterioro de las relaciones de los ciudadanos con el espacio físico urbano. El también sociólogo, Richard Sennett, manifiesta en su ensayo “Construir y Habitar. Ética para la ciudad. ”(2019), que en ciudades inteligentes como Songdo y Masdar se usa la tecnología para controlar la vida de la gente y no para dotarla de mayor libertad y autonomía. A estas ciudades, Sennett las denomina “ciudades inteligentes prescriptivas” en la medida que están pensadas para prever con precisión, desde un centro de control cuáles serán las funciones y la forma de la ciudad futura, y cómo deben de vivir en ella los ciudadanos de la forma más eficiente (este centro de control actúa como un verdadero “Gran Hermano”, protagonista de la distopía de Orwell “1984”). Estas ciudades prescriptivas, añade este sociólogo, en lugar de hacer más inteligentes a los ciudadanos, los entontece.

Esta visión crítica de la ciudad inteligente contrasta con el entusiasmo de nuestros políticos por este modelo de ciudad tecnológica, hasta el punto que en su discursos el uso de los términos “inteligente” y “digital” se han convertido en el decorado más común de sus intervenciones públicas cuando se refieren a las propuestas para la transformación de la ciudad, aunque sus contenidos suelen ser genéricos o vagos .En el reciente “Foro del Municipalismo”, organizado por “Información” a comienzos del pasado diciembre, era difícil distinguir entre alcaldes de diferentes líneas políticas e ideológicas, porque todos decían lo mismo en el sentido que comento a la hora de referirse al futuro de la ciudad.

Todas estas nuevas expresiones que se repiten como un “mantra” en el discurso de los políticos locales, están sustituyendo a las estrategias políticas para transformar la ciudad. En las intervenciones de los políticos locales y de los expertos presentes en el citado “Foro del Municipalismo”, no he encontrado ni una sola referencia a la necesidad de profundizar en la democracia local para alcanzar los objetivos de una ciudad más sostenible para todos y dotada de una tecnología que contribuya verdaderamente a la autonomía de los ciudadanos.

En la primavera de 2020, muchos creímos que el confinamiento había constituido una oportunidad para reflexionar sobre “lo que valía la pena de verdad y lo que solo era accesorio” (como dijo entonces el escritor Antonio Muñoz Molina), y, además, estábamos convencidos de que esta nueva manera de mirar la realidad iba a tener un reflejo en la forma de gestionar las ciudades. Y es que en aquellas semanas se recuperó el valor de lo público; el confinamiento hizo visible la desigualdad social , pero también la solidaridad entre los ciudadanos; aprendimos a apreciar la biodiversidad ambiental cuya quiebra estaba ligada a la génesis de la pandemia; descubrimos la fragilidad de una ciudad dependiente de un solo sector productivo, como ocurre en Alicante con el turismo; en fin, la pandemia, al mostrarnos nuestra propia vulnerabilidad , nos hizo más humanos. Aquellas energías con que salimos del confinamiento se han desvanecido, pero muchos ciudadanos no las hemos olvidado. La vuelta de la rutinaria política municipal nos hace añorar aquellas semanas de la primavera de hace dos años en las que algunos tuvimos la esperanza de que se abría un horizonte de cambio en nuestras ciudades en un sentido nuevo y diferente.

Por el contrario, lo que se ha reforzado ha sido la fe de políticos y técnicos en un determinismo ligado a las nuevas tecnologías, que parece afirmar que lo “inteligente”, lo “digital”, nos lleva por sí solo a un mundo mejor. Olvidan que la tecnología, como una actividad mediadora no finalista, no puede decirnos como debemos vivir, eso es algo que deben de decidir los ciudadanos ; ¿por qué en las políticas urbanas no se incluye la innovación democrática como sí se hace con la innovación tecnológica?, ¿no debería de prevalecer la prioridad de los derechos civiles, políticos y de privacidad individual a la hora de introducir nuevas tecnologías en la ciudad?

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