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Jorge Fauró

Arenas movedizas

Jorge Fauró

¿De dónde ha salido tanto experto en macrogranjas?

Desde un punto de vista alimentario, algunos se han puesto a reprobar la ganadería intensiva como si toda la vida hubieran comido carne de kobe

Macrogranja de cerdos

Desde que las clases medias comenzamos a permitirnos de vez en cuando el lujo de ir a cenar a restaurantes de postín, nos hemos vuelto muy exquisitos. Miramos la carta y entre la oferta de Flor de Pingus y Vega Sicilia, lo habitual es que acabemos decidiéndonos por un vino «normal», generalmente bueno, de esos de mitad de tabla que no nos hacen quedar de tacaños ni nos saquean el saldo de la tarjeta, pero que se note que «entendemos», y lo pedimos con tal contundencia que hasta llegamos a creernos expertos en la materia, cual enólogos acostumbrados a diario al Château Smith Haut Lafitte. Qué lejos los tiempos en que bebíamos vino de aguja. Por desgracia, la mayoría de nosotros somos incapaces de distinguir entre un Ribera y un Burdeos, pero cuando nos lo dan a probar, asentimos cual si fuéramos el sumiller (perdón, sommelier) de L'Ambroisie, sin saber a ciencia cierta si nos están colando una medianía o un caldo aceptable (caldo, hay que llamarlo así).

Con el condumio ocurre otro tanto. Cuántas veces habremos satisfecho el estómago felices en nuestro gozo de haber engullido una carne de buey de kilo y medio, cuando en realidad en España se sirve vaca vieja, que está igual de sabrosa, pero ya me dirán cómo puede haber bueyes para tanta andorga si en este país apenas se matan 30 de estos animales al año, y no lo digo yo, sino los que realmente entienden de bueyes, de chuletones y de vacas viejas. En el colmo del esnobismo, solo a un estómago sibarita o a alguien acostumbrado a paladear el néctar de los dioses se le ocurre preguntar al maître si la lubina es salvaje o de piscifactoría. «De piscifactoría». «Ah, pues entonces tráigame un chuletón de buey»; que una cosa es separar un serrano de un ibérico y otra muy distinta reconocer si la lubina se ha criado en cautividad o en las proximidades de una escollera.

No entraré en la calidad de vida de los animales criados en macrogranja frente a los que engordan en la dehesa, más felices y en armonía con el entorno. Cualquiera es capaz de entender que es infinitamente peor vivir hacinado con otras 20 personas en un piso de 40 metros cuadrados que en un chalé con piscina al borde del mar. Pero en cuanto a la calidad del producto que llega a las estanterías del supermercado, ya me dirán cómo son capaces algunos de distinguirla hasta hacer del problema una cuestión de Estado. Lo más cerca que ha llegado el consumidor medio a una macrogranja es frente al expositor de la carnicería del súper. Entonces, ¿de dónde ha salido tanto experto en macrogranjas? La cíclica actualidad informativa, con sus temas de discusión que entran y salen del debate según el viento que sople, ha devuelto a los españoles a su naturaleza más reconocible: saber de todo y opinar.

Opinemos, pues. La culpa es de Alberto Garzón, el ministro que habla cuando no debe, calla cuando no procede y para justificar el encorsetamiento de sus funciones en un modelo de Estado con no pocas competencias de consumo transferidas a las comunidades autónomas, salpimenta de vez en cuando su gestión con manifestaciones a destiempo en medios nacionales e internacionales que acaban metiendo al Gobierno en charcos innecesarios o poniendo el foco de las campañas electorales, pongamos en Castilla y León, en el sitio justo donde quiere la oposición. Garzón lo intenta hacer bien, pero ha pasado de los tiempos en que despertaba el ardor hormonal de la muchachada a pasto de las redes sociales. En el otro extremo nos encontramos a Pablo Casado, que lo mismo defiende la ganadería intensiva en una explotación a campo abierto que se desgañita reprobando al ministro y a Pedro Sánchez censurándoles con los argumentos contrarios a las recomendaciones habituales del médico de cabecera.

Lo que evidencian este tipo de polémicas son un grado elevado de hipocresía, una cuestión sorprendente si quien aviva el fuego se sitúa en esa franja de edad que pasa de los 50 y abrazó de adolescente el desembarco de las grandes cadenas de hamburgueserías de EEUU. No solo no nos preguntábamos si la carne era de macrogranja o si la vaca pacía alegremente en las praderas de Kentucky, sino que nos dio por practicar a lo loco una dieta compuesta de desechos de casquería. En nuestro afán por entender de todo, por saber de todo, por opinar de todo, parece que toda la vida no hubiéramos comido otra cosa que carne de kobe.

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