Volvió el énfasis neorromántico de Tchaikovsky con los memorables toques poéticos y festivos de La bella durmiente, El lago de los cisnes y El Cascanueces, trilogía imprescindible en la historia del balé clásico que creó escuela. La música, la danza y los pasajes exhiben una buena combinación con los solistas y el equilibrado cuerpo de baile. El tradicional repertorio de posiciones y pasos se muestra con la sensibilidad y el vigor del equipo que dirige Gediminas Tarandá con la disposición de relanzar y sacarle lustre a las coreografías de Marius Petipa. La depurada técnica y las puntas definen los elegidos fragmentos para la primera mitad de la gala dedicada al compositor con el Ballet Imperial Ruso. La boda de la princesa en La bella durmiente (1890), la cual se basa en el cuento de Perrault con un maleficio que rompe el beso del príncipe. El acto blanco de El lago de los cisnes, que parte de tradiciones folclóricas y leyendas, nos expone la coreografía de Petipa e Ivanov, estrenada en 1895, después de fracasar la de Reisinger en 1877. Otro príncipe y su amada, cisne de día, mujer de noche. Una promesa de amor eterno rompe el hechizo. Hay trazos de baile español, y la fiesta mágica de El Cascanueces (1892) tiene una ajustada composición de Tarandá, basada en el cuento de Hoffmann con un sueño en Navidad y el muñeco convertido en príncipe. La última vez que se ha visto completa la obra fue el pasado diciembre. La segunda parte nos presenta el famoso Bolero (1928), la melodía obsesiva de Ravel y un canto coreográfico con progresiva potencia de Nikolay Androsov y la versión de G. Tarandá, que se sitúa en el templo de una diosa con brillante plasticidad neoclásica-contemporánea y excelente conjunción. Todo logra un magnífico nivel con los solistas Irina Adilova, Nariman Bekzhanov, Yana Cherkashina o Leve Brel. Y el amplio número de entrañables y ágiles niñas de la escuela alicantina de Maite Gea. Los espectadores llenaron el Principal de Alicante.
