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Juan Gaitán

Es la guerra

Restos de un avión militar en una calle de Kiev.

Ahora que llevamos el mundo en el bolsillo, cada treinta segundos suena una alerta, ese modo innatural del miedo, sobre lo mal que va y lo peor que se pone a cada instante. Cada nueva alarma convierte en obsoleta la anterior; la aldea global se renueva dos veces por minuto y a uno le queda la congoja de que todo lo que escriba será antiguo. Creo que la frase es de César González Ruano, aunque yo se la escuché siempre a mi maestro Alcántara: no hay nada más viejo que el periódico de ayer.

Cada pitido es un sobresalto. Pííííí: Rusia ha invadido Ucrania. Pííííí: El precio del gas y del petróleo se disparan. Pííííí: El Rey preside una reunión extraordinaria del Consejo de Seguridad Nacional. Hay guerra, otra vez, en el viejo suelo de Europa.

Alguna vez he escrito sobre lo absurdo de la guerra, que promete una solución definitiva que jamás se cumple. Si la guerra fuese, en realidad, la solución definitiva a algún problema, solo hubiese habido una y, sin embargo, ahí está la historia, inacabablemente llena de conflictos eternamente repetidos.

Yo me fui a una con veinticuatro años, estuve un par de meses y volví veinte años más viejo. Vi muchas veces lo peor y solo en alguna ocasión lo mejor del ser humano. Aprendí mucho, pero apenas nada bueno. Casi todo fue dolor y miedo, mal equipaje para seguir viviendo.

Hoy el miedo regresa como un fantasma familiar. Mientras Putin advierte de que cualquier interferencia a su invasión de Ucrania tendrá consecuencias “como nunca se han visto”, Joe Biden asegura que “ha comenzado una guerra de consecuencias catastróficas”. Todas las guerras tienen consecuencias catastróficas, pero casi nunca para quienes las declaran. Sé por experiencia que una guerra no es solo el frente. Es una caída de la economía, carestía, depresión de los mercados, especulación. Mucha gente lo va a pasar muy mal aunque no oigan un tiro, aunque no les despierte nunca una alarma antiaérea, y son siempre los mismos, lo que están más abajo, los frágiles.

Miro por la ventana intentando alejar los fantasmas. Hay un levante leve, el mar parece estar soñando con ponerse esta tarde algunas gaviotas en el vestido. ¿Quién diría, viéndolo tan sereno, que corre la sangre por la tierra?

Mientras trato de acabar la columna, sus cuatrocientas setenta palabras, se me cruzan por la mente los dos primeros versos de un poema. Es mucha la tentación de dejarlo todo, de olvidar el mundo, de silenciar las alarmas del teléfono y pasar el resto del día buscando el poema, escuchar lo que quiere decirme. Sé que es una forma de huida, acaso una cobardía, pero ¿cómo encuentra uno un modo íntimo de paz que no envejezca, que no se haga viejo con cada pitido?

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