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José María

Entre acordes y cadenas

José María Asencio Gallego

La maldad existe; no es el córtex prefrontal

Detienen a un chico de 15 años en Elche tras la muerte de sus padres y su hermana

Hace unas semanas, un nuevo crimen conmocionó al país. Santi, un joven de quince años, asesinó a sangre fría a sus padres y a su hermano pequeño. Ocurrió en Elche, en una vivienda unifamiliar alejada de la ciudad, donde el joven residía con su familia. Un día, al volver del instituto, su madre le castigó por haber sacado malas notas. Le dijo que se acabó la consola, el ordenador y el wifi hasta que no espabilara con los estudios. Pero Santi, en vez de agachar la cabeza y obedecer, como habríamos hecho la inmensa mayoría de nosotros, subió a la planta de arriba de la vivienda, cogió una vieja escopeta que sus padres guardaban y con ella disparó primero a su madre y a su hermano y luego, cuando el padre regresó del trabajo, le asesinó también. Una vez consumada esta aberración, el joven amontonó los cadáveres de su familia, se hizo la cena y encendió su ordenador para seguir jugando.

Algo similar sucedió en Toledo dos años atrás, en mayo de 2020, cuando otro joven de diecisiete años, empleando idéntico instrumento, acabó con la vida de su padre y de la mujer de éste. O el tristemente recordado caso del asesino de la catana, un chico de dieciséis años que, en Murcia, asesinó a sus padres y a su hermana con esta afilada arma blanca.

Los dos últimos fueron condenados por el Juez de Menores a la medida de internamiento en régimen cerrado, la más grave de las previstas en la Ley Orgánica reguladora de la responsabilidad penal de los menores. Algo que es de prever que ocurra también con Santi.

Esta medida, dice la Exposición de Motivos de la citada Ley, “pretende la adquisición por parte del menor de los suficientes recursos de competencia social para permitir un comportamiento responsable en la comunidad, mediante una gestión de control en un ambiente restrictivo y progresivamente autónomo”. Es decir, se trata de una medida orientada, como todas las dirigidas a los menores, a su resocialización. Un concepto, a mi juicio, válido en muchas ocasiones, pero no en todas, porque se basa en una falacia muy peligrosa, hoy convertida en dogma, cual es que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que le corrompe; o, en palabras de Rousseau, “el ser humano está orientado naturalmente para el bien, pues el hombre nace bueno y libre, pero la educación tradicional oprime y destruye esa naturaleza y la sociedad acaba por corromperlo”.

Rousseau, por tanto, niega la existencia del mal originario y descarga así de culpa al ser humano de sus perversas acciones. Al fin y al cabo, todos nacemos buenos y si mañana nos convertimos en parricidas o en genocidas es porque la sociedad nos ha convertido en tales.

Esta trampa mortal es la que ha conducido al nacimiento de teorías sofísticas encabezadas por determinados psicólogos, criminólogos y psicoanalistas como los que se han manifestado en los últimos días. Y que han dicho sandeces como que una causa que podría explicar el crimen de Elche sería que el córtex prefrontal del joven Santi está aún sin desarrollar y que esto le impide regirse con arreglo a patrones morales o éticos.

Otros han culpado a la violencia de los videojuegos, a la adicción que Santi tenía al wifi, a la educación que recibió por parte de sus padres o a la sociedad en su conjunto, que corrompe, como decía Rousseau, a las almas cándidas, como Santi, desde su nacimiento.

En otras palabras, la culpa, según los “expertos”, fue del cha cha cha. De cualquier cosa menos de Santi, a pesar de que fue él quien subió a por la escopeta, apretó el gatillo y asesinó a toda su familia. Sin Santi, nada habría ocurrido. Y esta sencilla premisa le convierte en la única causa, en el único culpable. Porque Santi, si se demuestra que hizo lo que hizo, es un asesino sin escrúpulos que ha acabado con la vida de sus progenitores, que desgraciadamente trajeron al mundo a un ser despreciable como él, a la encarnación del mal, y de su hermano pequeño, un niño indefenso que ya no podrá jugar ni reír.

Ellos son los irrecuperables, su padre, su madre y su hermano. Santi, dicen los “expertos”, se reinsertará en la sociedad porque los niños, como ha declarado la criminóloga Beatriz de Vicente, son siempre recuperables. Así pues, Santi saldrá a la calle antes de que termine la década y luego, como hizo el asesino de la catana, “perfectamente resocializado”, podrá casarse y tener hijos. Y como pagará religiosamente sus impuestos y se volverá un consumidor obediente, quienes le han tratado y confirmado su milagrosa transmutación, creerán firmemente que han conseguido cambiarle y que éste, como el ave fénix, ha resurgido de sus cenizas convertido en un hombre nuevo, capaz de amar y de sentir compasión por el prójimo.

Estos son los disparates que hemos venido escuchando estos días, que no son otra cosa que la negación de la existencia del mal, que existe porque sus efectos pueden ser comprobados, que existe porque Santi existe.

No es lo mismo un menor que golpea a otro en una pelea o uno que da un tirón a un bolso que un joven que asesina a sangre fría a toda su familia. No lo es. Los primeros pueden tener solución, los segundos no. Defender lo contrario sería tanto como decir que Charles Manson, después de pasar unos años en prisión, podría salir resocializado. O que Hitler o Stalin, porque cualquier persona, se ha defendido, puede reeducarse, una vez cumplida su condena, entrarían por voluntad propia a servir sopa en un comedor social.

En esto radica la falacia contemporánea, en negar la existencia del mal.

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