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Archivo - Imagen de archivo de la bandera rusa

Venía en este diario hace un par de días un reportaje en el que la ciudadana rusa Alina R., residente en Vigo, se quejaba del odio que están empezando a sentir por culpa de la invasión de Ucrania quienes proceden del gigante de la Europa oriental. Me ha venido a la memoria de inmediato la respuesta magistral del filósofo Bertrand Rusell a la pregunta que le hizo un periodista, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, sobre qué pensaba de los alemanes. No lo sé, contestó el autor de ese libro excelente en el que explicaba por qué no era cristiano; no los conozco a todos.

Nadie conoce a todos los rusos, pero será raro encontrar a alguien que en estos días no se haya formado una opinión acerca de Vladimir Putin. La inmensa mayoría de los medios de comunicación, ya sean hablados o escritos, ha hecho uso de la figura literaria de la sinécdoque, tomando la parte por el todo, para contar cómo Putin lanza columnas blindadas contra las ciudades rusas. Es él, el presidente de Rusia, quien ha decidido y emprendido la guerra. Es él, en persona, el que deja a los ucranianos sin agua y bajo las bombas que caen en los objetivos civiles, aunque solo sea porque militares, en Ucrania, hay muy pocos.

En exacta simetría, son todos los rusos los que sufren las consecuencias del nacimiento oficial de un nuevo sátrapa que hereda, más de medio siglo después, la condición de íncubo que patentaron Hitler y Stalin, hermanos en los métodos y quién sabe si incluso en la ideología. El paso siguiente es el de mirar a cualquiera de los súbditos de Putin como responsable directo de los actos de su presidente. Se trata de una injusticia, por supuesto, pero también es cierto que durante décadas la imagen del ruso tópico ha sido en cualquiera de las grandes ciudades turísticas españolas, con Madrid y Barcelona a la cabeza, la de un oligarca multimillonario que gasta su dinero de procedencia oscura a espuertas en yates enormes y orgías. Trasladarse de lo que es mala educación a la guerra es un paso fácil de dar; extender a todos los rusos lo que no es sólo culpa de su presidente resulta aún más sencillo.

La injusticia con los rusos durará al menos el tiempo no ya de la invasión de Ucrania sino de la nueva época que ahora se inaugura, esa postmoderna guerra fría en la que Estados Unidos apenas va a jugar ningún papel, el de Rusia parece calcado al de la Unión Soviética y queda por saber hasta dónde se extiende el del nuevo gigante, China. No será los filósofos, ni tampoco los periodistas, quienes impongan las reglas del trato con los rusos; de eso se van a encargar, se encargan ya, las redes sociales. Con lo que el disparate está garantizado. Quedan muchas cuestiones por aclarar y, entre ellas, qué hacemos con esos embajadores de Putin que son los megamillonarios rusos. El gobierno balear está recabando información sobre sus yates. Lo más importante, claro, es todo el resto. 

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