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Matías Vallés

No es Putin, es Rusia

El presidente de Rusia, Vladímir Putin.

El mundo ha aprendido con cierta brusquedad que los soldados no solo sirven para vacunar. La desmotivación castrense de Occidente puede desembocar en un exceso de motivación belicista pendular, Moscú tradujo erróneamente por sumisión la ejemplar disciplina en los confinamientos pandémicos europeos. El terrible Vladimir Putin atrapaba ratas por la escalera durante su niñez desfavorecida. Cuando una de ellas a la que tenía arrinconada se le subió por la cabeza, entendió los peligros de acorralar al adversario. Lo ha olvidado.

Art Spiegelman dibujó en su canónico y ahora censurado Maus a los judíos como ratas, perseguidas por los gatos nazis. El plural será importante en este artículo. Putin ha alcanzado el punto, común a todos los dictadores, en que ya solo se fía de su perro Konni. La pastor alemana de Hitler se llamaba Blondi, y fue envenenada con cianuro por su amo en el búnker. Extraña rima entre los dos nombres, mientras el presidente ruso «desnazifica» a un Zelensky que no solo es judío, sino que se expresa en ruso y a duras penas se defiende en ucraniano. Ni un ejército de bots te desinforman esta contradicción.La iniquidad también admite una gradación. Los planificadores del 11S le presentaron a Osama bin Laden una lista de objetivos que incluía una central nuclear estadounidense, sobre la que debía precipitarse uno de los aviones suicidas. El líder de Al Qaeda tachó cuidadosamente las instalaciones atómicas de su matanza. Putin asegura que no se detendrá en las entrañas del átomo para lograr sus objetivos, ha alcanzado el punto intolerable en que ni sus votantes están obligados a mantenerle el contrato. Pero porfían en acatar su insensatez, lo cual será importante en lo que sigue.

Putin era presidente honorario de la Federación Internacional de Judo, antes de ser suspendido por la invasión de Ucrania, porque sabía montar operaciones de espionaje decisivas, pero no mortíferas. Un fiscal ruso indagaba con abnegación en los manejos de Tatiana Dyachenko, hija corrupta de Boris Yeltsin. El entonces miembro del KGB se ganó la condición de heredero sacando a la luz un vídeo autentificado del funcionario judicial, que aparecía en la cama junto a dos mujeres desnudas, ninguna de las cuales era su esposa. Fin de la investigación, y Rusia había encontrado a su nuevo zar.

Un cuarto de siglo después del vídeo pornojudicial, Ucrania. De entre los miles de comentarios escritos con calefacción rusa desde Occidente, sobresale el género de los analistas que insisten en «no confundir a malísimo Putin con los buenísimos rusos, no cometamos una injusticia». Desean confraternizar con quienes insisten en bombardearles, en uno de los efectos secundarios de la lectura demasiado concienzuda de las Cartas a un amigo alemán de Camus. El jeroglífico se cancela respondiendo a la pregunta esencial:

-¿Por qué Putin invade Ucrania?

-Porque puede.

Porque cuenta con las fuerzas suficientes, y con un país que de momento le apoya. Ergo, no es Putin, es Rusia. La sustitución a ciegas de 150 millones de personas por una sola es un disparate que ha conducido a la tragedia actual. La agresión a Ucrania está ejecutada por un país entero, que soporta desde hace décadas a un dictador con datos masivos de votos y de aprobación. Ni siquiera la inevitable falsificación de datos desmiente la identificación, o la tolerancia para no molestar a los ecuánimes equidistantes. Tal vez la aceptación del mandato del solipsista del Kremlin no alcance el ochenta por ciento presumido, pero ya quisieran igualarlo la mayoría de gobernantes occidentales.

Recogiendo la bibliografía al respecto, es muy posible que Hitler no matara nunca a nadie, Putin tampoco. No lo necesita, cuenta con intermediarios sobrados, y la obediencia debida tiene un límite. La verdad escandalosa es que son los rusos quienes están bombardeando y asesinando, una verdad incómoda que obliga a una suspicacia generalizada hacia quienes portan dicho pasaporte. No solo bombardean los ejércitos desplazados a Ucrania, también quienes aplauden o acatan desde la Rusia anterior a la anexión, según confirmará cualquier lector aprovechado de Daniel Goldhagen en Los verdugos voluntarios de Hitler, otro genocida demasiado votado por la culta Europa.

Por tanto, el afecto genérico que pretende salvaguardar a todos los rusos solo puede extenderse a los portadores de dicho pasaporte que claramente se desliguen de Moscú, como hizo Litvinenko con un fatal desenlace. Se trata por supuesto de una prueba feroz, pero que a diario superan miles de personas dentro de Rusia, padeciendo detención y ahora la promesa de ser enviados al frente para morir ante los ucranianos a quienes desean defender.

Los autores de «es Putin, no Rusia» fueron menos selectivos en Afganistán, bombardeado indiscriminadamente por Bush pese a que el número de afganos en los aviones del 11S era igual a cero. Además, la personalización de la matanza en Ucrania otorgaría un doble salvoconducto. Sin arriesgar ni un comentario comprometedor, todos los rusos estarían a salvo de los agresores y de los agredidos. Una beatitud evangélica, solo aceptable para quienes olviden que el mundo está en guerra.

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