Hay cerebros privilegiados. Hay gestores metódicos. Hay líderes visionarios. Hay directivos leales a su tierra. Hay personas buenas que concitan la unión. Pero encontrar todo ello en una misma figura es lo que hacía singular a Juan Antonio Gisbert, un amigo que ayer –un día con lluvia, viento y nubes grises, una jornada difícil en tierra firme y más difícil aún en los puertos y alta mar– nos dejó. “Somos invitados a la vida”, escribe George Steiner. Él fue un gran huésped del que aprender.

Hace tres semanas lo abracé por última vez, precisamente en la entrega de los Premios Importante que da este periódico. Fue algo especial. No importaba que Juan Antonio llevara mascarilla. En sus ojos asomaba la media sonrisa de siempre, esa bonhomía innata que lo distinguía allá donde fuera. Seguramente por eso su adiós nos ha unido en el dolor –nacido del cariño y la admiración sincera– a gentes de todas las sensibilidades.

Juan Antonio ha sido un faro para Alicante. Fue el arquitecto de la etapa más esplendorosa de la CAM. Ha sido el gran transformador del puerto de Alicante, tumbando la muralla invisible e imbricándolo en la ciudad con una potencia y una modernidad nunca vistas. Y ha sido un profesional polivalente de la economía desde diversas esferas. En la Generalitat, como director general de Economía. En la CAM y en Ruralcaja, como directivo. En la Universidad de Alicante, como profesor de Teoría Económica y maestro de futuros economistas. En el ICO, como sostén de tantas empresas e instituciones. En el puerto, como impulsor de un actor fundamental de la actividad económica. Y en una aventura ilusionante que ambos compartimos en 2015, como cerebro económico y máximo responsable de la Oficina del Candidato del PSPV en Alicante para iniciar un nuevo tiempo para esta tierra que amamos.

En todos esos papeles, en los que Juan Antonio siempre sobresalió, emergen tres denominadores comunes: su gran valía profesional, su heterodoxa voluntad de sumar y un profundo amor a su tierra. Y no me refiero solo a Alicante. También al lugar por el que más latía su corazón: Alcoi. De allí era su padre, y de allí era el paisaje sentimental de su infancia y de tantos veranos, navidades, pascuas y fiestas de Moros i Cristians. Alcoi y la festa eran, para él, algo místico: casi una religión. Pertenecía a dos filaes –Judios y Marrakesch– y hasta logró traer al escritor Mario Vargas Llosa a la Filà Marrakesch.

Su pasión era contagiosa. También su tesón. Hace tres semanas, Toni Cabot le dedicaba en estas páginas un maravilloso perfil que subrayaba un rasgo esencial de Juan Antonio: Que había puesto firmeza y voluntad de hierro siempre, y que haciendo eso había sido el mejor. Coincido plenamente.

Hui –com cantava Raimon– ens trobem un poc més trists, un poc més sols. Però sempre orgullosos de desfilar per obrir noves Alberedes d’igualtat i llibertat. Perquè d’això es tractava, Juan Antonio, de ser un bon convidat a la vida i deixar-la millor.