Creo que no ha habido un servidor público con el que haya discutido más, ni con mayor dureza, que con Juan Antonio Gisbert. Era, seguramente, una cuestión de carácter: el suyo era muy fuerte y el mío no le iba a la zaga. Pero también una demostración, en el fondo, de respeto mutuo. Ambos fuimos muy críticos el uno con el otro porque siempre nos exigíamos más pero, sobre todo, porque buscábamos que el otro aceptara las razones que cada cual esgrimía no como argumento, sino como arma. Y hoy, a la hora del balance, debo reconocer que eso es lo que en todas las ocasiones terminó ocurriendo. Que cada vez que discutimos nos levantamos en medio de una enorme tensión pero que, invariablemente también, nuestras posiciones siempre acabaron acercándose. De hecho, la última vez que escribí de él en este periódico fue para rectificar, elogiándole, una opinión previa teñida de reproches (“Donde dije, digo”, 27 de febrero de 2021).

Juan Antonio Gisbert fue director general de Economía cuando había que edificar el andamiaje productivo de esta comunidad; director general de la Caja de Ahorros del Mediterráneo cuando había que armar en esta provincia una entidad financiera solvente, potente y autónoma, que no estuviera todos los días en riesgo de absorción; ejecutivo del Instituto de Crédito Oficial cuando asomaban los primeros nubarrones de la Gran Recesión y director general de las cajas rurales cuando había que salvar a las entidades crediticias más pegadas al terreno del tsunami que se precipitaba sobre el sector. Ninguno de esos desempeños fue fácil y de todos salió cargando a sus espaldas tantos amigos como enemigos. Pero tampoco ocupó nunca un puesto en el que no superara con creces la misión que se había fijado al llegar.

Podría haber sido el candidato a la Alcaldía de Alicante por el que el PSOE lleva décadas suspirando. Pero cada vez que se lo propusieron rechazó la oferta. Y, sin embargo, sorprendió a todo el mundo cuando aceptó presidir el Puerto de Alicante. Confieso que yo tampoco lo entendí al principio. ¿Por qué alguien en quien tanto confiaba Ximo Puig como para nombrarle jefe de su campaña en las elecciones en las que se jugaba el ser o no ser, alguien que tras la investidura como presidente de Puig podía optar a la Conselleria que quisiera, rechazaba formar parte del Consell y sin embargo se avenía a dirigir una infraestructura con más problemas que proyección? Con el tiempo, sin embargo, comprendí que había dos poderosas razones: una, que Juan Antonio, aunque se proclamaba alcoyano, era feliz en Alicante, una ciudad que ya no quería abandonar; pero, sobre todo, porque vio en el Puerto el reto que le faltaba, la palanca con la que impulsar la transformación de toda una ciudad y, por ende, toda una provincia.

En eso estaba, cuando le asaltó el cáncer. Ha acabado con él, pero no con su proyecto. Deja un puerto en beneficios por primera vez en mucho tiempo y con el camino trazado para salir de la insignificancia y convertirse en el hub tecnológico mejor situado del Mediterráneo. Por eso le entregó INFORMACIÓN su premio Importante hace menos de un mes, en un emotivo acto en el que él derrochó dignidad y el público cariño. Y en la despedida, nadie a derecha o izquierda se ha mostrado rácano en los reconocimientos. Alicante no es dada a aplaudir la valía de sus conciudadanos, ni siquiera en la hora de su muerte. Pero en este caso se ha hecho una excepción hasta el punto de que el alcalde Barcala, en un gesto que le honra, se apresuró tras conocer la noticia a anunciar que un paseo de la dársena llevará su nombre. Será que estamos aprendiendo. En eso también Gisbert se va dejando huella.