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Foto de Monstera en Pexels

A mi hijo, con catorce años, le encanta la música. Poco importa el género, la época o el intérprete; cuando le gusta una canción se ve que la disfruta y la vive apasionadamente. Sin ir más lejos, el otro día estábamos preparando la cena, cuando de pronto en una emisora de radio sonó “Leño”; ya saben, la banda española de rock de los 80´. Y allí nos pusimos los dos dándolo todo de nosotros mismos; saltando, bailando o más bien “haciendo el ganso”. En un momento de la canción Rosendo Mercado se arranca con un solo de guitarra. Yo, casi en éxtasis, coloco mi mano derecha rascándome la barriga, mientras con la izquierda sujetaba el imaginario mástil de una también imaginaria guitarra. A punto de entrar en trance con el ritmo endiablado de aquellos sonidos, alcé un momento la vista para ver si mi hijo estaba tan enchufado como yo. El que hacía apenas unos segundos saltaba y cantaba estaba sentado en el sofá con el móvil en la mano. Casi se me cae la guitarra al suelo. Toda mi euforia musical se esfumó rápidamente, y le pregunté: - Antonio, ¿qué haces con el móvil? -. A lo que sin levantar la cabeza del teléfono me responde – Papá, estoy hablando con María-.

No os podéis imaginar la cara que se me quedó. Apoyé mi imaginario instrumento de cuerdas contra la pared y con desgana e incomprensión me acerqué a la mesa de la cocina para seguir con los preparativos de la ensalada de pasta. Allí me quedé enfrascado en mis pensamientos tratando de entender la actitud de mi hijo. No era la primera vez que el nombre de María sonaba en su boca. Absorto en mis cavilaciones, mientras daba una vuelta y otra a la ensalada, comenzaron a fluir recuerdos de mi adolescencia, sensaciones, sentimientos y emociones que fácilmente reconocí.

Dicen que el primer amor no se olvida. Por lo general no solemos prestar atención a recuerdos tan lejanos, pero sin apenas esfuerzo, en unos minutos, encontramos en ese baúl de los recuerdos, a esa persona que fue nuestro primer amor. Y es que el primer amor marca, es un amor que mancha y deja rastros casi imposibles de borrar. Aquellos que nacimos en el siglo pasado, aunque no quepa en la cabeza de nuestros jóvenes, también fuimos adolescentes egocéntricos, también pensábamos que éramos los primeros en descubrir el amor. También fuimos unos incomprendidos que, rodeados de adultos, hemos sentido la presión de la soledad más absoluta. Soledad de la que solo nos rescataba el recuerdo, la visión o la llamada de la persona amada. La pasión con la que se vive en la adolescencia es el producto de un continuo chorreo de hormonas, entre las que se encuentran las del amor, la dopamina y la oxitocina. Estos cócteles hormonales provocan en nuestro ser un estado de alegría y enajenación casi irrepetibles. Son las causantes de que el primer amor, el de la sexualidad emergente, sea el amor de las emociones, el de las confidencias recíprocas, el de las promesas incumplidas. Son los amores que nunca se cerraron. Benjamín Disraeli, político y escritor inglés, dijo una vez: “Lo verdaderamente mágico de nuestro primer amor es la absoluta ignorancia de que alguna vez ha de terminar”.

No sé si mi hijo, Antonio, estará o no enamorado de la persona a la que hemos llamado María. Si lo está, lo vivirá con las angustias, desasosiegos, el dramatismo y también con las alegrías, sueños y esperanzas con que lo vivimos su madre o yo. Pero ahora, como adultos, nos toca ser meros observadores, siempre tratando de que vean nuestras manos tendidas por si alguna vez necesitan ayuda. Estos amores tempraneros de nuestros hijos también nos deben servir para recordar con cariño y dulzura aquellos nuestros, ya lejanos, primeros amores.

Con los terribles vientos fríos que siguen soplando desde Ucrania, para mí aparcar por unos momentos la terrible realidad que nos toca vivir ha sido reconfortante. Ha sido una verdadera delicia resucitar los recuerdos de aquellos primeros amores, aunque para ello, Antonio haya cambiado la guitarra por un WhatsApp de María.

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