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Mercè Marrero.

La complicidad

El ridículo de Will Smith abofeteando al presentador Chris Rock me ha hecho pensar que solo siento complicidad con la agraviada y que valoro su capacidad para visibilizar otros cánones de belleza

Camisetas, tatuajes y un videojuego: el negocio con la bofetada de Will Smith

En positivo, es una de mis actitudes preferidas. En negativo, una de las que más me repugnan. El silencio de ciertos estamentos eclesiásticos ante los casos demostrados de abusos dentro del seno de la Iglesia es complicidad. El inmovilismo de la dirección de un colegio que no toma medidas drásticas ante casos de bullying, también. Es connivencia aceptar sin rechistar la propuesta de tu mecánico de cobrarte los arreglos del coche en negro. O que ese adolescente que presencia el acoso a un colega decida callarse y no enfrentarse a la mayoría, en vez de desmarcarse del grupo, denunciar y defender al vulnerable. Muchos somos cómplices de las consecuencias desastrosas del cambio climático porque no hacemos todo lo que está en nuestras manos. El mutismo del gobierno de un país que no rechaza las violaciones contra los Derechos Humanos de la población de otro país le convierte en corresponsable. Es cómplice cualquier persona que ve una injusticia y prefiere mirar hacia otro lado para no incomodarse. La complicidad suele ser siempre silenciosa. Un silencio incómodo.

La primera vez que sentí el poder de la complicidad fue durante una clase de Latín. Mientras practicábamos las declinaciones, mi amigo me lanzó un papel con el mensaje: “Juntos podemos con todo”. Deseé que nuestra unión jamás se rompiera, pero la vida da vueltas. Mi padre se autodefinía como mi mejor cómplice y protector. Por eso, fue el único que se dio cuenta de que, durante una fiesta, me estaba ahogando con un hueso de pollo clavado en mi garganta. Percibió mi pánico desde la otra punta del salón, vocalizó “tranquila”, me indicó qué hacer y yo volví a nacer. Un médico que sabe comprender al paciente y a la familia del paciente es un tesoro. Facultativos que miráis y escucháis, que entendéis o que hacéis que entendéis lo que está pasando la persona que está sentada delante vuestro, gracias por existir. Admiro a los profesores cómplices con sus alumnos. Son los que ven más allá de los resultados. Todos recordamos a quienes nos trataron así. Valoro a la trabajadora del banco que, saltándose las normas de la eficiencia y productividad, acompaña a un señor mayor al cajero y le enseña cómo usarlo y le agradezco a una entrenadora que sepa motivar a la gimnasta menos brillante. Basta un solo gesto suyo de asentimiento para que la pequeña se sienta Comaneci.

Durante años, vi la gala de los Oscar en directo. Me hinchaba a palomitas y disfrutaba del espectáculo. Actores y actrices guapos, horteras y elegantes posando para el mundo. Desde que caigo rendida a medianoche, me trago los resúmenes posteriores. Casi una semana después del espectáculo del puñetazo del actor Will Smith al presentador Chris Rock, sigo impactada. Smith rezuma machismo decimonónico y es el peor ejemplo de autocontrol y Rock confunde el humor con la mala educación y se mofa de la enfermedad de su mujer, Jada Pinkett. En todo este culebrón, la única que despierta mi complicidad es ella. Porque visibiliza otros cánones de belleza, no esconde ni disimula las imperfecciones y mantiene la serenidad. Actitudes muy valiosas hoy en día. La única pega es que, en mi opinión, se casó con un papanatas, pero nadie es perfecto. Y, por cierto, Chris Rock debería cuestionarse si su vocación es ser cómico o, simplemente, estúpido.

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