El covid es un invento del capitalismo, las vacunas esconden los intereses depravados de millonarios como Bezos y Bill Gates; la masacre de Bucha es cosa de Ucrania. Son las últimas perlas del negacionismo, un movimiento sin demasiada estructura organizativa, más bien caótica y a trasmano de una disciplina jerarquizada, que, lejos de constituir una extravagancia, representa desde hace siglos una amenaza para la ciudadanía. No se trata de la inocente e histriónica teoría de que el hombre jamás puso un pie en la Luna, cuyo recorrido acaba en la curiosidad que despiertan los defensores de tal disparate, sino de asuntos de relevancia histórica y científica que sobrevuelan la reescritura de acontecimientos determinantes para la estabilidad social, logran una enorme difusión y ponen en jaque hechos relevantes para el mantenimiento del orden, la salud de las personas y la prevalencia de la democracia.

Si hubiera que categorizar a los negacionistas en el gran teatro del mundo, habría que ir más allá del sainete, la astracanada, el vodevil o el entremés. Pero su discurso no debe ser considerado un espectáculo. Lo preocupante es que la propagación masiva de sus teorías, muchas de ellas defendidas por personajes de relevancia pública, alienta no solo la desobediencia civil y pone en peligro la salud pública ("las vacunas no sirven para nada", "las mascarillas no valen para nada", "las restricciones no evitan el desarrollo del virus"), sino que, en casos como el de la invasión de Ucrania se pone en peligro la construcción del relato con que se cimenta la Historia. Se pone en cuestión la masacre de Bucha como se negaba el Holocausto, y se duda de la imparcialidad de cientos de periodistas a pie de campo y de imágenes por satélite avaladas por medios de comunicación internacionales cuyo prestigio se basa en el rigor histórico de sus informaciones. En lo que significa cuestionar la propia legitimidad del sistema, se sospecha, además, de la unanimidad con que toda la comunidad internacional, incluidas las Naciones Unidas, y a excepción de Putin y algunos estados satélites, señala al autócrata ruso como responsable máximo de los miles de muertos que arrastra ya esta guerra injustificable.

Amparados bajo la legítima reivindicación de la transparencia (siempre se aduce una causa noble para argumentar la infamia), algunos habituales de la teoría de la conspiración se están despachando estos días con la autoría de las matanzas de civiles puestas en evidencia en Bucha o Mariúpol, como si el testimonio de los periodistas independientes ante los cuerpos despanzurrados de civiles no fuera suficiente para acreditar la procedencia de la barbarie. "Yo quiero saber cómo aparecen esos cadáveres, dónde estaban y quién los deja ahí", escribía días atrás una ‘condotiero’ de la paranoia. Contra esta afirmación, seguida de algunas otras sin apenas un gesto de solidaridad con las víctimas, surgieron tantos detractores como defensores, lo que pone de manifiesto que aunque el negacionismo no es novedoso, se diferencia de otros fenómenos anteriores en una capacidad de amplificación infinitamente superior.

Hubo un tiempo en que los negacionistas gobernaban el mundo. Silenciaron a Galileo o enviaron a Giordano Bruno a la hoguera por afirmar que el Sol era una estrella. La Inquisición era negacionista en sí misma, pero hasta una institución de cocción lenta como la Iglesia Católica acabó aceptando que la Tierra no es plana, lo que no presupone que en la era moderna no se vote de forma masiva a personajes como Donald Trump o Bolsonaro, conspiranoicos de manual.

Aburridos ya de la pandemia, los negacionistas han encontrado en la guerra de Ucrania la salsa con que elaborar su guiso preferido. Herederos de aquellos que se resistían a creer con un solo argumento ("¡Es un montaje!") las teorías de la circulación de la sangre, los atentados del 11-S en Nueva York o del 11-M en Madrid, el viaje a la Luna o la expedición de la 'Pathfinder' a Marte y hasta la bofetada de Will Smith en los Oscars, surge una nueva variante del conspiracionismo y la farsa, tan ridícula como peligrosa, en tanto se ampara en el regazo de los populismos, nacida de la misma semilla que juraba haber visto en televisión a Ricky Martin y la mermelada, y armada con un simple teléfono móvil capaz de aleccionar a lobos solitarios aquejados de enajenación mental transitoria.