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José María

IPC, ese simpático acrónimo

La luz marca este viernes su precio más bajo desde que comenzó la guerra

Corría el año de nuestro señor de 1665 y el caos se apoderaba de la ciudad de Londres. La peste circulaba violentamente por las calles y las plazas y los ciudadanos, indefensos londinenses, sucumbían a las fauces del terror. Casi una cuarta parte de la población de la urbe falleció en menos de dieciocho meses. Fue la última epidemia de peste bubónica en Inglaterra.

Isaac Newton, por aquel entonces, era joven. Un chico de veintidós años que residía en la capital inglesa. Aunque, asustado por el avance de la enfermedad, abandonó su casa y se retiró al campo, a una finca. Allí, una mañana, sentado bajo un manzano, una de las frutas de este árbol cayó sobre él o muy próxima a él (no podemos precisarlo) y esto provocó que la luz se encendiera en su interior.

Después de mucho reflexionar llegó a la conclusión de que, detrás de ese hecho cotidiano, había mucho más. Que existía una relación de proporcionalidad de la fuerza gravitatoria con la masa de los cuerpos. La ley de la gravitación universal o ley de la gravedad, que llevó a Newton a formular una de sus frases más conocidas: “todo lo que sube tiene que bajar”.

Y así ha sido desde que el mundo es mundo, desde que Adán y Eva poblaron el jardín del Edén o desde que la evolución biológica originó las formas de vida que existen sobre la Tierra, según las preferencias creativas de cada uno. Y así ha sido hasta que los sucesivos Ministerios de Economía, a través de una simple decisión de política económica, dijeron que no, que, si bien Newton tenía razón en lo que a manzanas se refiere, en materia de precios y salarios no era así. Ni ley de gravedad ni nada que se le parezca.

Todo es culpa del IPC, conocido también como “cesta familiar”. Una medición económica relacionada con los niveles de precios de ciertos productos o servicios, calculado de manera periódica con el fin de establecer su evolución a lo largo de un período de tiempo determinado.

Pues bien, según este simpático acrónimo, todo sube, pero no baja. Al menos en los últimos años. Lo que antes costaba 1, ahora cuesta 2 y mañana, probablemente, costará 3. Y esto ha ocurrido con todo, menos con el aire que, de momento, aunque cada vez más tóxico, sigue siendo gratis.

Pero es que, además, en los últimos meses hemos experimentado la subida de la luz más abrumadora conocida hasta la fecha. Si en enero de 2021 el megavatio hora costaba 48,72 euros, en marzo de 2022 llegó a 544,98. Una subida que pulveriza la economía de cualquier familia media española.

Algo similar ha ocurrido con el gas. De 16,67 en marzo de 2021 a 214,36 en marzo de 2022. Y con la gasolina, hoy en día, como el caviar iraní, un producto de lujo. Y recientemente con una larga lista de productos de primera necesidad.

Todo sube, pues, pero no baja. Y no parece que vaya a hacerlo en un futuro próximo.

Hay, sin embargo, algo que no sube, pero que tampoco baja, que permanece inmutable ante cualquier circunstancia, ante cualquier subida de precios o incluso ante la caída de un meteorito. Y es el salario, ese condimento que, por mucho que los precios asciendan hasta la estratosfera, se queda donde está, en una cifra moderada, suficiente en muchos para la subsistencia, pero poco más. Ello a pesar de que subsistir no es vivir, sino sobrevivir.

Se oye por las calles que, una vez, en un día lejano en el tiempo, bajo una gris neblina, un valiente economista anunció que llegaría un momento en el que los salarios se actualizarían con arreglo al IPC. Se trata, sin duda, de una hermosa leyenda, de caballeros y dragones que se enfrentaban en un mundo mágico y, por tanto, irreal. Ni siquiera utópico, pues la utopía siempre trae consigo la idea de esperanza, de sueño. Pero la magia no es más que una quimera y esa irreal actualización, una simple visión ectoplásmica.

En resumen, Newton sabía de manzanas, pero no de leyes físicas. Quien conoce los secretos de la ciencia y las raíces del conocimiento son los neoliberales, se cubran con un manto de uno u otro color. A ellos, a su codicia, y a la ignorancia, dolosa o imprudente, de quienes ocupan las poltronas, les debemos que ahora estemos como estamos. Es decir, mal. Eso sí, ¡viva el ilimitado libre mercado!.

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