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Miguel Ángel Santos Guerra

Tareas compartidas

Foto de archivo

Inmersos en problemas gravísimos de alcance mundial que nos ocupan casi obsesivamente (la invasión de Ucrania, la interminable pandemia, la erupción del volcán, la subida incontrolable del precio de la electricidad, la inflación galopante, las tormentas devastadoras, el ascenso de la ultraderecha…), vengo hoy con un problema que parece minúsculo e intrascendente, aunque si bien se mira, no lo es.

No lo es porque se trata de una cuestión cotidiana, que afecta a todos los hogares del mundo, de la que depende el bienestar de todos y de todas. Una cuestión a la que en muchas ocasiones se adhiere una enorme injusticia de consecuencias determinantes.

Cuando hablamos de sexismo, solemos quedarnos en el ámbito de las grandes teorías. Somos iguales, tenemos los mismos derechos, deberíamos tener las mismas oportunidades. Y no está mal que nos remitamos a las teorías. Pero hace falta bajar la reflexión a un ámbito concreto, cotidiano y de continua aplicación. Me refiero en este caso a las tareas domésticas. Se trata de unas tareas que muchos hombres consideran genéticamente atribuibles a la mujer. Recuérdese que no hace mucho, cuando se preguntaba por la profesión de una mujer, se decía: sus labores. Una vez más se hace preciso repetir el contundente título del libro de Rose y Levontin: “No está en los genes”.

Todavía se ve algún energúmeno que, cuando se tropieza con una mujer conduciendo con lentitud o torpeza, se asoma a la ventanilla y le dice gritando:

  • Vete a la cocina, que es done tienes que estar.

Me gustaría saber lo que ha pasado durante el confinamiento en los hogares. Todos encerrados en el domicilio días y días. ¿Quién ha limpiado, fregado, planchado cocinado, regado, cambiado las sábanas…? Porque en esas circunstancias no había excusas laborales que impidiesen a los varones adueñarse de la fregona y de la escoba.

Hace algunos años, escribí en esta misma sección un artículo titulado “Pequeños amos de casa”. Hablaba en él de una experiencia que había conocido a través de Ana Sancho, la mujer emprendedora que había tenido la iniciativa de ponerla en marcha. Ana regenta el acogedor Hotel Acuarela en la ciudad de Burgos. Tuve la suerte de alojarme en él. Y allí supe que grupos de escolares acuden al Hotel para aprender tareas de importancia como son las tareas del hogar: planchar una camisa, hacer una cama, limpiar un lavabo… Niños y niñas, chicos y chicas…

Posteriormente volví a la experiencia impulsada por Ana Sancho en otro artículo titulado “La igualdad está en tus manos”, a raíz de otra iniciativa que había lanzado al mercado comercializando unos guantes amarillos que tenían este lema: “La igualdad está en el guante”. Es el avance de pequeños pasos hacia objetivos de enorme calado.

Cuando una mujer es asesinada por su pareja, nos invade el dolor, la rabia, la indignación… Hacemos minutos de silencio, guardamos luto, organizamos manifestaciones. Y yo me pregunto ante cada cadáver: ¿dónde están las causas?, ¿cómo eliminarlas para que dejen de producir tantas muertes y tantas lágrimas? Y la causa está en el sexismo. La causa está en el patriarcado. Y ya vemos que hay quien niega que exista la causa, Y si se niega, ¿cómo luchar contra ella?

Ana Sancho y Noelia Ferrer acaban de publicar un libro con el título: ”Tareas compartidas, familia feliz”. Yo añadiría: “Tareas compartidas, mundo más justo”. Porque la construcción de la igualdad no solo mejora a las personas y a las familias, mejora el clima social. Es una forma de aprender y practicar igualdad y de generar hábitos saludables. Ana se define como emprendedora nata y Nuria es creativa y redactora publicitaria. Se nota su mano en la atractiva edición de esta obra.

Las autoras se hacen (nos hacen) una curiosa pregunta en las primeras páginas: ¿y si nadie hiciera las tareas?, ¿qué pasaría si nadie cocinase, ni limpiase, ni ordenase nada, ni lavase nada…? No es difícil imaginarse el caos y el bloqueo de la vía de la familia.

Cuidar las cosas es cuidar a las personas. Por eso me parece muy acertado referirse en el título del libro a la felicidad de la familia. Para cuidar las cosas hace falta tener voluntad de hacerlo, hay que saber hacerlo y hay que tener tiempo para hacerlo bien.

Las autoras nos explican todo lo que hay que hacer y, sobre todo, cómo hacerlo bien. Se trata de un libro muy práctico que nos invita al cuidado minucioso, al justo reparto y al disfrute del hogar.

Es difícil mantener la tesis de que las tareas domésticas le corresponden en su integridad a las mujeres. ¿Por qué? Y ahí luchamos contra la historia, contra los estereotipos y contra el sexismo. Por eso me parece estupendo que el Programa “Pequeños amos de casa”, ya desde el primer enunciado, se plantee en masculino.

Cuando la mujer conquistó el espacio laboral fuera de la casa, se cargó en muchas ocasiones con dos trabajos. El que antes hacía en la casa y el que comenzaba a realizar fuera del domicilio. Y así, el hombre, que llega antes a la casa después de su jornada de trabajo, se sienta en el sillón hasta que, cuando llega la mujer después de realizar su trabajo en la fábrica o en el despacho, le pregunta por lo que van a cenar.

El libro tiene una vertiente práctica de mucho interés ya que habla de las diferentes tareas y plantea muchas sugerencias concretas para realizarlas de manera eficaz.

Las autoras dicen “Está claro: si todos los miembros de la familia tienen la suerte de disfrutar de ese fantástico hogar, todos los miembros de la familia tienen la obligación de co-la-bo-rar (que no ayudar, importante) en las tareas del hogar”.

El paréntesis tiene una justificación que todos conocemos. Algunos hombres, se sienten generosos cuando dicen que ellos ayudan a realizar las tareas, dejando muy claro al decirlo así, que son las mujeres quienes tienen esa responsabilidad.

No es una cuestión genética. Fregar el suelo, lavar los platos, hacer una paella, limpiar el baño, planchar una camisa… son tareas que se aprenden. Y eso es cultura y educación.

Algunas mujeres echan de la cocina a sus parejas porque dicen que generan más trabajo, ya que muestran una torpeza que se considera interesadamente innata. Es un círculo vicioso: como no lo sabemos hacer nos echan de la cocina y como nos echan de la cocina no lo aprendemos a hacer.

Ana y Nuria hacen sugerencias prácticas sobre el reparto de tareas: “Puede ser siempre la misma persona porque se le de mejor o simplemente le guste más esa tarea que otra. Puede ser una tarea rotativa, diaria, semanal… Puede ser un trabajo ideal para hacer en equipo. Incluso puede haber cosas que contratemos, un servicio externo. Cada familia es un mundo y tenéis que pensar qué va a funcionar mejor en vuestro caso”.

El libro tiene un diseño atractivo, original, y didáctico. La maquetación, la tipografía y el color facilitan la lectura y propician la comprensión.

Añadiré algo que estoy seguro que les parecerá bien a Nuria y a Ana: sería estupendo que realizásemos las tareas domésticas con la satisfacción que supone hacer un poco más agradable la vida a quienes queremos. Es decir, trata de que esas tareas no sean una carga insoportable sino un modo de decir a los demás te quiero.

Existe en esta cuestión una indudable vertiente educativa. Desde pequeños, los hijos y las hijas pueden y deben aprender a colaborar en la realización de las tareas domésticas. Una actitud sobreprotectora traerá, a la larga, consecuencias nefastas para los niños y los jóvenes. No es positivo que vean cómo los padres ponen la mesa, por ejemplo, mientras ellos están tumbados en el sofá maltratando a golpecitos su móvil.

Las tareas domésticas son necesarias y no se hacen solas. Es responsabilidad de todos los miembros de la familia mantener limpio y ordenado el hogar. Nosotros hacemos los espacios y los espacios nos hacen a nosotros.

En este asunto hay cuestiones de comodidad, de estética, de higiene, de economía, de salud, de convivencia, de justicia, de igualdad, de felicidad… No conozco muchos otros más importantes.

Para los militantes y simpatizantes de Vox que niegan la violencia de género, aquí tienen otro campo de violencia machista. Un campo que el patriarcado reserva a la mujer, sin tener en cuenta que es una cuestión de poder. Las mujeres, en ocasiones, hacen suyas las imposiciones que han ido calando en su mente. Y no hay mayor opresión que aquella en la que la oprimido (la oprimida, en este caso) mete en su cabeza los esquemas del opresor.

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