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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

De cómo la moral va acabando con la democracia

Sánchez alerta de que el pacto PP-Vox es un momento "grave y crítico" para la democracia española.

Un lugar común en tertulias y en análisis críticos es la pérdida de ética en la política, y en los políticos, como una de las causas principales de los males que nos aquejan. Sostendré que, desde muchas perspectivas, el problema es el contrario: un exceso de moral es lo que destroza nuestra capacidad de gobierno y de deliberación democrática.

Las elucubraciones sobre las relaciones entre ética y política son tan antiguas como la filosofía occidental. Pero encuentran su momento moderno con Maquiavelo. Lo que hace “El Príncipe”, precisamente, es liberar la política de condicionantes ético-religiosos que la constreñían; es decir: aseguró para la política una autonomía sin la que el pluralismo de ideas y convicciones no es posible; es muy fácil ser ético cuando sólo existe una fuente de legitimación de las acciones políticas, sólo que hoy sabemos que es algo propio de regímenes autoritarios. También Maquiavelo sienta las bases para apreciar la diferencia entre ética privada y ética pública en la acción del gobernante, algo que muchos aún no aprecian.

Max Weber, mucho después, en un contexto no siempre recordado, avanzó la distinción entre la “ética de la convicción” del científico y la “ética de la responsabilidad” del político. ¿Y el resto de ciudadanos? Se apañan como pueden, hemos de creer. En realidad, me parece que los campos no están tan férreamente delimitados. Y no sé si Weber hubiera defendido la idea con tanta rotundidad unos lustros después, habida cuenta de los rigores de la responsabilidad que asumían los políticos nazis o los estalinistas; unos y otros saturados igualmente de convicciones. Y de cinismo. Y aquí llega el problema: cuanto más se aproximan las convicciones al sentido de responsabilidad y más se aprecia el papel propio en el mundo, más fácil es que uno se sienta imprescindible, iluminado, amado o injustamente odiado. Por eso las políticas basadas en el liderazgo, en la apreciación del carisma, suelan acabar fatal: legitiman la infamia o la pequeña miseria. Pero mientras duran, sirven a seguidores que dejan de verse acuciados por el horrible vicio de pensar.

Nuestra época, para la que decretó el fin de las ideologías, vuelve a encontrarse de bruces con los peligros de una ética que carcome la política; la política democrática, para ser exactos. Las causas de la crisis de la política actual son múltiples y muy complejas y aquí no podemos abordarlas, pero algunas son evidentes, como la inadecuación entre espacio y tiempo a los procedimientos habituales, la perdida de los mecanismos de deliberación deshilachados entre las fauces de las redes, la segmentación de intereses convertidos en materia política o la reducción de la realidad a los relatos que sobre ella se hacen. Pero la idea de militancia sigue existiendo. Lo que apenas existen son los partidos políticos, aplastados por toneladas de irresponsabilidad, negociaciones internas y culto a la personalidad.

Es una nueva militancia con algunos rasgos distintivos, funcionales al actual estado de cosas, y en ellos es donde la moral pone su huevo venenoso para seguir diluyendo la política. Porque en ese esquema de novedades negativas, la pérdida del sentido histórico ocupa una posición estelar, sustituido por el presente eterno: la Historia ya no juzga a nadie, es mucho mejor que el narcisismo del selfi y la palabra brillante en un tuit, proporcionen la inmediata recompensa de los like. La brevedad es un requisito moral y toda argumentación compleja es inmoral, sospechosa, elitista, alejada de una concepción pobre de la soberanía popular que se reproduce en los códigos efímeros de las comunidades de convencidos. Porque eso es el militante actual: un convencido. Y contra tal actitud no caben argumentos. Y el que los dé debe ser expulsado de la sociedad de creyentes. La militancia, así, es una sensación, un sentimiento compartido. Y, como tal, cuanto menos componente racional tenga, mejor para todos.

¿Y en que se cree? Si es posible en el o en la líder, incapaz de errar o pecar. O en una promesa, o en promesas sucesivas. La idea de liderazgos compartidos, en los que prime el debate y la pluralidad de enfoques ha decaído y, todo lo más, se aprecia la fuerza de una reunión de barones o baronesas capaces de condicionar al líder máximo. De nuevo, al discrepante se le considera inmoral pues la unidad así concebida es un valor ético esencial, pues de él depende la potencia del grupo. La crítica desaparece. Los cuadros medios de las formaciones políticas abonan este esquema: de ello depende su fuerza y su posicionamiento para obtener futuros cargos. Como las estructuras se diluyen, la idea misma de responsabilidad política desaparece: uno/a es responsable de su fidelidad y no de la acción que desarrolle o de sus clamorosas omisiones. El silencio y la gandulería son los mejores aliados de esa ética de la adhesión inquebrantable. Ejecutivas que no se reúnen, Ejecutivas inmensas saturadas de cargos inverosímiles y Primarias necesariamente manipuladas son el corolario de todo esto.

Y llegamos al fondo. En otra época el afiliado basaba su decisión de militar en su convicción responsable de contribuir a cambiar o a conservar el mundo –lo que es compatible con legítimos deseos de medrar en el aparato o en las instituciones-. Pero ahora se llega a militar persiguiendo fragmentos de realidad y, a la vez, la estela del gregarismo amistoso e, insisto, el fulgor de los líderes. La militancia se vuelve un acto de fe, un acto moral. Cada militante está firmemente convencido de que lo suyo es superior moralmente al adversario, que va adquiriendo la tonalidad perversa del enemigo. ¿Y cómo sabe que lo suyo es lo mejor?, pues, precisamente, porque es lo suyo. No cabe error. A la economía circular le sigue esta bastarda ética circular. Esto es el alimento mismo de la radicalización estéril y de la polarización, perfectamente compatible con la fragmentación partidaria, pues posibilita la agregación de grupos de tamaño variable dispuestos a convivir con el vecino provisionalmente, con tal de que acepte que el malo-malo está más allá. En otras épocas muchos militantes y jefecillos hubieran sido perfectos hermanos de órdenes mendicantes; ahora se consuelan con estas cosas. A los aficionados a la política les parecen aburridas, inmorales porque consumen muchos recursos públicos y esperanzas ciudadanas en la apasionante tarea del autobombo. Algunas novedades son películas que uno ya ha visto. Pero si lo dices no te creen. La credulidad sólo se ofrece a los que mandan.

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