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Las lluvias dejan al límite el pantano del Amadorio de La Vila y desbordan el de Relleu David Revenga

La Región climática del Sureste Ibérico posee un régimen pluviométrico extremadamente irregular, que conjuga duras y prolongadas sequías con esporádicos diluvios, algunos de extraordinaria violencia. A veces, los verbos jarrear y diluviar, cuya acepción común es la de llover copiosamente, resultan insuficientes para describir un episodio en el que no llueve a jarros ni a cántaros, lo hace a mares, “se desgarra el firmamento” y “se abren las cataratas del cielo”. La perniciosidad de aguaceros y trombas depende mucho de la concentración horaria de la lluvia. En las catastróficas inundaciones de 19 de octubre de 1973, la localidad almeriense de Zurgena recogió 600 mm en solo tres horas, con la particularidad de que 420 cayeron como pavoroso y terrible salto de agua entre las 13 y 14 horas ese 19 de octubre. Sin duda, no iría muy a la zaga la precipitación que, con una cuenca de 139 km2, ocasionó esa misma fecha, una llena relámpago de 1.974 m3/s en la rambla de Nogalte, causante de una espantosa hecatombe en la localidad murciana de Puerto Lumbreras; y mayor aún la que, vulnerando todos los cálculos de retorno -no menos de 500 años-, produjo, el 28 de septiembre de 2012, una avenida de 2.489 m3/s en la propia rambla. La Riada de Santa Teresa (14-15 de octubre de 1879), una de las dos peores de que hay noticia en la cuenca del Segura y la de mayor resonancia europea entre las españolas, tuvo por causa, en palabras del eminente potamólogo Maurice Pardé, “uno de los diluvios más mortíferos de los anales hidrológicos europeos”. A tenor del informe emitido por los dos Ingenieros de Caminos comisionados, en un cortijo de las vertientes del río Vélez, una de las ramas madres del temible Guadalentín, se habrían medido más de 600 mm en una hora (a efectos comparativos, la precipitación anual media de Alicante es de 355 mm). Es de notar que de admitirse esta referencia, fidedigna, la precipitación media, durante al menos una hora, sobre algún punto de la cabecera del Guadalentín habría excedido 10 mm/minuto, decuplicando el umbral (1 mm/minuto) que define la lluvia torrencial; sería este un valor prácticamente límite (los pluviómetros del SAIH admiten hasta 14 mm/minuto), muy difícil, aunque no nos atreveríamos a decir imposible, de superar. Transcurrido más de un siglo, el 5 de noviembre de 1987, un colosal aguacero (Orihuela, 316 mm) alagó la Vega Baja, devolviéndole, hasta que la voladura de la mota del Segura permitió el desagüe, su antigua condición e imagen palustre; otro tanto sucedió, en septiembre de 2019, con el diluvio o inundación autóctona de Santa María.

El calendario de lluvias catastróficas en el Sureste Ibérico ofrece una elevada concentración de las mismas en los meses tardoestivales, de mediados de septiembre a similares fechas de noviembre, con ápice en octubre, transcurre el período de máximo riesgo, sin perjuicio de que los diluvios se anticipen a la primera quincena de septiembre o, veroños por medio, se retrasen a la de diciembre. El comportamiento térmico del Mediterráneo, con su elevado calor específico, inercia y efectos higrométricos sobre el aire en contacto, constituye el proceso que combinado de forma primordial, aunque no exclusiva, con las irrupciones de aire frío en altitud, confiere destacada primacía al otoño en estos desastres hidrológicos. Las temperaturas en superficie de las aguas marinas constituyen dato de obligada referencia, que alerta sobre el grado de riesgo potencial. En efecto, el responsable final de los diluvios otoñales que esporádicamente azotan el Sureste Ibérico es el propio Mediterráneo, gigantesco reservorio de agua y calorías. Los mapas de isotermas marinas de superficie suelen mostrar, en coincidencia con estas lluvias torrenciales, temperaturas relativamente altas frente a las áreas afectadas. No faltan lluvias de invierno; sin embargo, los grandes diluvios históricos no menudean en dicha estación; son, por el contrario, raros. Aguaceros de elevada intensidad dibujan un pico secundario en primavera, aunque a distancia del máximo principal de otoño. En estío, la infrecuente inestabilidad generalizada susceptible de producir fuertes chaparrones o trombas, a veces de considerable intensidad, obedecen a la ocasional penetración de aire frío en altitud; estas situaciones son contadas en esta época, si bien la última quincena de agosto, preludio del otoño, aventaja al mes y medio precedente. La génesis de un diluvio precisa el adecuado encaje de situaciones atmosféricas propicias en superficie y altura; si no existe este acoplamiento, aquel no se reproduce. La advección de aire muy húmedo y próximo a la saturación constituye premisa indispensable, y riesgo potencial, de aguaceros copiosos y de alta intensidad horaria; es concausa necesaria, pero no suficiente de ellos: en modo alguno es sinónimo de los mismos, para que llueva torrencialmente es imprescindible el concurso de otros factores. Entre estos, ocupa un lugar preferente, habitual, la irrupción de aire frío en los niveles superiores de la troposfera; dicha presencia se traduce en la aparición de una vaguada, capaz o no de evolucionar hacia la formalización de un embolsamiento de aire frío, depresión fría en altitud, baja desprendida o depresión aislada en niveles altos (DANA). Es de señalar que el estadio de DANA no es obligado para el estallido de enormes diluvios, desencadenados también por una vaguada de entidad suficiente, siempre que operen las restantes concausas requeridas. Es de resaltar también como la inestabilidad potencial, que comporta la llegada del referido aire mediterráneo conducido por vientos del primero y segundo cuadrantes (levantes y gregales, primordialmente; bastante menos, sirocos o jaloques) y el camino que abre a su disparo en la vertical la exageración de los gradientes térmicos en la vertical, precisa, para iniciar el ascenso, un efecto de gatillo, que suele ejercer el relieve; pueden hacerlo asimismo áreas con rotación ciclónica de vientos.

La comarca alicantina con mayor frecuencia de aguaceros copiosos e intensos, auténticos diluvios, es, con notoria diferencia, el Marquesat o Marina Alta, la más lluviosa de la provincia, ajena a la región climática del Sureste Ibérico; su orografía auspicia la penetración y disparo de los vientos llovedores de componente este y procedencia mediterránea (en especial, de los temporales del noreste, conducidos por el gregal, “llevant de dalt” en la comarca). Sin embargo, donde revisten más entidad y peligrosidad las inundaciones autóctonas es en el corazón del Bajo Segura, en la Vega Baja, vasta planicie aluvial sin apenas declive, semiendorreica, de avenamiento precario y desagüe lento, alagadiza, propensa al estancamiento de agua llovida y derramada, o sea, al enlagunamiento.

En contadas ocasiones las borrascas atlánticas, revitalizadas por aire mediterráneo, ocasionan diluvios en el Sureste Ibérico; su incidencia y eficacia resulta bastante superior en la fachada oriental, en especial cuando una fase negativa de la Oscilación del Atlántico Norte (NAO) abre camino a aquellos, como ha ocurrido esta primavera. Las fortísimas lluvias de 5 de noviembre de 2020 en la Ribera del Júcar (300-400 mm, en menos de 24 horas) y también las muy elevadas de 22 de marzo de 2021 en el Alto Palancia (300-400 mm), así como las del día 4 de los corrientes en Valencia y su área metropolitana (200-250 mm) constituyen muestras prototípicas e inmejorables de la aludida causalidad final del Mediterráneo en estos exorbitantes aguaceros. Los episodios fueron desencadenados por ciclones extratropicales; empero, la premisa indispensable ha sido, en los referidos casos, la presencia de aire mediterráneo con elevada humedad específica y muy inestable, conducido por vientos del primero y segundo cuadrantes.

Llegados a este punto, ha de encarecerse que las situaciones causantes de aguaceros torrenciales son diversas en superficie y altitud. Los análisis en superficie muestran relieves isobáricos varios, si bien hay que destacar la preponderancia de bajas presiones, así como la ubicación circunstancial de la fachada oriental de España en “borde de anticiclón”, un gran anticiclón de bloqueo que, en su borde meridional, favorece la circulación del este sobre las fachadas oriental y suroriental de la Península Ibérica. Al propio tiempo, ha de hacerse hincapié en que los mecanismos capaces de proyectar dicho aire en altura, hasta el límite de la tropopausa, son diferentes y no se limitan a los procesos de “gota fría”; añadamos, cuando menos, vaguadas retrógradas y meridianas, otras bajas desprendidas o aisladas en altitud (DANAs), desarrollos ciclogenéticos, sistemas convectivos de mesoscala, frentes fríos anabáticos y hasta la convección forzada impuesta por el relieve a un flujo muy inestable y de elevadísima carga higrométrica (diluvios de 3 de noviembre de 1987 en La Safor: 817 mm en Oliva); mecanismo este digno de mención por cuanto la explicación del fenómeno parte, una vez más, como concausa necesaria, de superficie, con el solo requisito en altitud de que la curva de estado no imponga la estabilidad absoluta. Así pues, la explicación y justificación de un diluvio requieren la consideración conjunta de las concausas que, en superficie y altura, motivan dicho efecto.

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