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En diciembre, el Gobierno asignó la línea 024 para proporcionar apoyo en casos de conductas que deriven en riesgos para la vida.

“Cuando vi la luz del pasillo colarse por debajo de la puerta de mi habitación, no fui capaz de saber si llevaba minutos u horas en un duermevela de soporífero insomnio. Sabía que esa luz del pasillo en breve se vería acompañada por el sonido de unos pasos. Eran los pasos de mi madre que la acercaban a mi habitación. Los conocía muy bien, eran pasos cansados, pasos penosos, pasos cargados de miedo. Hacía tiempo, mucho tiempo, que mis padres no sabían lo que se iban a encontrar al abrir la puerta de mi habitación.

- Pobre mamá -, pensé. Cerré los ojos, no quería que se preocupase al verme ya sin poder dormir. Como siempre, con un caminar imperceptible, se acerca hasta mi cama y se sienta a mi lado. Con manos acostumbradas a la penumbra, busca mi brazo izquierdo, suavemente levanta la manga de mi pijama y palpa los cuatro verdugones que adornan mi muñeca y antebrazo. Tras comprobar que todo está “bien”, mientras suspira, se acerca, me besa en la frente y susurra: - Cariño, buenos días, ya es la hora -. Lentamente abro los ojos y trato de sonreír. Allí estaba, mi madre. Seguía triste, ojerosa, seguía muy preocupada. Lleva así tanto tiempo, como tiempo tiene la primera cicatriz que avergüenza mi brazo izquierdo. ¡Dios, qué bien huele mi madre!, pensé. Esperanzada y con una triste sonrisa en el rostro, me trasmite su preocupación: - Mi vida, ¿cómo te encuentras hoy? – Mamá, todo bien, no te preocupes -, le contesto de forma rutinaria y tratando de poner toda la credibilidad de la que soy capaz.

Aun a riesgo de despertar a mi hermana pequeña, desde la cocina y como todos los días, nos llega la pregunta de papá: -¿Todo bien?-, a lo que mamá responde: -Sí, todo bien-. Desde la cocina también me llega el ruido de la cafetera, de la tostadora y el inconfundible olor del pan tostado. De repente, una arcada amenaza con vaciar lo poco que queda en mi atormentado estómago. Es el primer síntoma. Sé que me espera otro largo, horrible y tortuoso día con un final totalmente impredecible. Me incorporo intentando que no se note el estado de tristeza que ya a tan temprana hora comienza a invadir mi cuerpo y mi mente y que amenaza con arruinarme otro día más. Doy un beso fugaz en la mejilla de mamá y me voy directamente al aseo. Paso por delante del espejo, y como tantas otras veces, no me atrevo a mirarme en él.

Cuando salgo del aseo, el desayuno está preparado. Papá y mamá sentados esperándome, mientras la pequeña de la casa duerme. La conversación trivial, despreocupada y fingida trata de ahuyentar el miedo que nos invade a todos. Engullo media tostada, la otra media se queda oculta entre servilletas de papel y tras dos sorbos de leche, vuelvo al aseo con el pretexto de que se me hace tarde. Me ducho, y como hace tiempo, enchufo el secador. El ruido del pequeño electrodoméstico oculta el sonido del vómito sacando de mi cuerpo el desayuno que amenaza con afear más mi físico. La culpabilidad y la vergüenza me impiden mirar a los ojos de mis padres y con un frío “hasta luego” salgo de casa. Antes de pisar la calle, tras el portón del piso, me aseguro de que no hay conocidos por la acera. Hace tiempo que trato de evitar la compañía de mis amigos o amigas, así evito sus consejos o los que me trasladan sus padres, al parecer muy preocupados: “Tiene que echarle cojones a la vida”, “solo quiere llamar la atención”, “le han consentido todo”, “es que las amistades que tiene” y un largo etcétera de consejos que, con buena intención, lo único que consiguen es que el desprecio que siento por mí, vaya en aumento.

Consigo llegar al instituto, casi de incógnito, y entro a clase a primera hora. Antes de la hora del recreo ya no puedo más. Dicen que será por la depresión, por mis inseguridades, por mis miedos, por mi falta de autoestima o por todo a la vez, el caso es que no soporto la gente a mi alrededor. El sufrimiento que siento es inaguantable, el desprecio por mi vida va en aumento. Solo quiero llorar, esconderme donde nadie me vea y llorar. Salto la valla del patio del instituto y me voy a casa. Con suerte, cuando avisen a mis padres habrá pasado más de una hora. Ellos no lo saben, pero tengo una copia de la llave de casa para poder refugiarme en situaciones como esta. Subo rápidamente, nadie me ha visto. Cierro por dentro y con el último giro de la llave, me derrumbo en un mar de lágrimas. Mi cuerpo comienza a temblar, saco fuerzas y la poca voluntad que me queda para llegar a mi habitación. Al pasar frente a la cocina, recuerdo a la perfección dónde esconde mi padre los cuchillos. Sigo andando, ahora solo quiero buscar refugio en mi cama. Lo único que quiero es que se me pase este dolor del alma que me está quitando la vida. Si no consigo apaciguar el sufrimiento, si no consigo un poco de paz pensaré en otra cosa. Ya no me asusta pensar en lo único que aliviaría definitivamente mi sufrimiento, mi dolor. Todavía recuerdo la sensación de descanso que experimenté las otras cuatro veces que lo intenté.

También podría llamar al teléfono que nos dio la tutora, seguramente pensando en mí. Igual allí me ayudan a pasar este maldito “día de perros”. Luego buscaré el número, ahora solo quiero acurrucarme, dejar que pase el tiempo y dormir.”

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