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Miguel Ángel Santos Guerra

No tengo ganas de hablar

Una mujer camina con mascarilla Eduardo Parra - Europa Press

Me llama mucho la atención el hecho de que algunas personas tengan un deseo tan persistente y eficaz de fastidiar al prójimo. Algunas veces ese fastidio provocado conlleva un perjuicio para el ofensor. Es igual. Lo que importa es molestar.

Unos buenos amigos de mi familia tenían un hijo llamando Alejandro. Todos le llamábamos Jandrín. Algunos adultos le preguntaban con la zalamera ternura que se utiliza para hablar a los niños:

- ¿Cómo te llamas, guapo?

Él solía contestar con gesto hosco y mirada insidiosa:

- No tengo ganas de hablar.

Su nombre era más corto que la respuesta que daba (una palabra por cinco), pero a él le gustaba que se quedasen con la intriga: pues no te lo voy a decir. Si es verdad que Jandrín no tiene ganas de hablar, debería pronunciar su nombre y seguir callado. O no decir nada. Pero de lo que en verdad tiene ganas es de incordiar.

La anécdota me sirve para reflexionar sobre esa actitud de algunas personas que consiste en tratar de manera antipática a los demás. Una actitud que tiene componentes de grosería, desprecio y sadismo.

Tuve un compañero de Departamento que era un especialista en repartir frases hirientes. Recuerdo que un día nos cruzamos en un pasillo y me dijo:

- Oye, ¿qué perfume utiliza tu mujer?

Le di el nombre del perfume y, ante mi interés por saber cuál era el motivo de su pregunta, me dijo:

  • Es para decirle a mi mujer que no lo compre.

  • ¿Qué necesidad había de dejar constancia de que no le gustaba el perfume (por cierto, era de la exquisita marca Samsara) de la mujer de un compañero?

  • Ganas de fastidiar. Recuerdo aquella consumada dureza en la crítica de un obra de teatro. “Ayer se estrenó la obra tal de tal autor. ¿Por qué?”. Esa pregunta resultaba demoledora. Qué ganas de hacer daño. La crítica mordaz suele encerrar dos características: es ingeniosa y malintencionada.

Nunca he entendido esta actitud. Una actitud borde, antipática, innecesariamente despectiva y cruel. ¿Qué falta hace? Una actitud que responde a este lema: ¿Pudiendo causar una molestia, por qué voy a evitarla?

Todos hemos conocido a personas que, en lugar de atender amablemente con una sonrisa, responden con un mal gesto o una respuesta brusca. He visto discutir en una ventanilla a un funcionario durante media hora tratando de justificar que no tenía por qué dar una información que duraba dos minutos.

Hay quien practica el arte de hacer las cosas difíciles, de complicarle la vida a los demás. Hay profesores, por ejemplo, que disfrutan haciendo que su asignatura sea un obstáculo imposible de saltar. Mientras más dificultad creen, mejor. Mientras más suspensos pongan, mejor.

Hay jefes que disfrutan haciendo sentir a los súbditos la espuela de su autoridad. El termómetro del poder es el dolor que provocan en quienes consideran sus inferiores. 

Hay médicos que te hacen vivir con angustia la revisión más sencilla. Yo mismo viví hace años una anécdota que refleja esta actitud carente de empatía. Había tenido una inflamación de la rodilla izquierda, precisamente mientras impartía una conferencia a médicos. En aquella ocasión la pregunta de si hay un médico en la sala no tenía sentido alguno. Porque todos eran médicos y médicas menos el repentino paciente. Me atendieron en el Hospital Reina Sofía de Madrid. Cuando regresé a Málaga pedí cita con una traumatóloga y, al observar la rodilla, hizo este comentario en voz perfectamente audible:

- Tiene toda la pinta de un tumor.

¿Qué piensas como un absoluto profano? Pues que es tan evidente el diagnóstico que no hace falta ni la más mínima prueba. La radiografía detectó luego una lesión de menisco, pero yo pasé unas horas inquietantes. ¿Qué necesidad había?

Me gustaría explorar en el origen, en la causa de esa actitud. ¿Cómo se fragua esa forma de ser que consiste en zaherir, humillar, despreciar sin motivo alguno, sin necesidad, sin que venga, casi, a cuento?

Y es especialmente dañina, a mi juicio, cuando se manifiesta desde una situación de poder: del empresario al empleado, del profesor al alumno, del general al soldado raso… Porque en ese caso se da, además, un abuso de poder. Porque el destinatario de la frase hiriente no puede responder y, a veces, hasta tiene que sonreír ante algo que maldita gracia tiene.

Hay, en el fondo de estas actitudes, un fondo de sadismo. Y ya se sabe que el sádico disfruta haciendo sufrir a los demás. 

 - Pégame, le dijo un masoquista a un sádico. 

Y el sádico contestó:

- Ahora, no.

Afortunadamente hay más personas con otro talante. Personas que hacen más bello el mundo y más grata la convivencia. Personas que tienen empatía, amor a la humanidad y ternura a raudales. Son personas que tienen una actitud abierta, amable, confiada.

Hace algunos años vi una película titulada “Las normas de la casa de la sidra”, del director Less Haallstrom. Merecido Oscar para Michael Caine por su interpretación del médico bondadoso del orfanato. Mi Oscar particular para la configuración psicológica del personaje. Por la actitud que tiene ante la vida y ante las personas con las que trata. Por la ternura que muestra al leer un cuento por las noches a los niños, ya acostados. Por su modo de despedirse de ellos cada noche con una entrañable rutina:

  • Buenas noches, Príncipes de Maine y Reyes de la Nueva Inglaterra.

  • ¿Por qué nos dice eso?, pregunta una noche un niño a otro desde su cama.

- Porque nos quiere, contesta el compañero. 

  • ¿Y a ti te gusta?, insiste el primero

  • -A mí, sí. ¿Y a ti?

  • A mí también.

Y se ponen a dormir amparados por aquella voz, por aquel manto de ternura.

Recuerdo, mientras escribo estas líneas, la observación de Anne Freud: “Qué buenos se vuelven los niños cuando se les quiere”.

El entrañable personaje de la película me ha traído a la memoria otro médico, este argentino. Me habló de él mi amigo Basilio Makar, director de la Editorial Magisterio del Río de la Plata en Buenos Aires. Iban a operar a su nieto de amigdalitis. Y me contó por qué motivos eligieron, después de algunas pesquisas, al cirujano que realizaría la operación. En la consulta previa se dirigió al niño y le dijo, con buena dosis de intriga y simpatía: Vas a venir a un Hotel donde te vas a curar. Tienes que traer una bolsa grande, ya te diré por qué y para qué. Cuando llegues a ese Hotel todos nos vamos a disfrazar. Tu papá y tu mamá también. Después te vamos a llevar en una cama volante. Y allí uno de los que se han disfrazado (se refería al anestesista, su cómplice) te va contar muchas historias. Te va a decir que allí hay helados de muchos sabores. Es mentira. No le hagas caso. Solo hay helado de fresa. Luego te vas a quedar dormido y cuando te despiertes ya estarás curado y no te dolerá la garganta. Y ahora viene el porqué de la bolsa. Vamos a dejar que te vengan a ver tus padres, tus abuelos, tus tíos, tus amigos…, pero con una condición: todos tienen que traer un regalo. Si no, no les dejamos entrar. No te olvides de la bolsa. Y de que sea grande.

El cirujano les da a los padres su número de teléfono privado. Y les dice: si el niño tiene dudas durante el fin de semana que me llame. No le habléis vosotros de la operación. Estad tranquilos, no le transmitáis ansiedad.

Me decía el abuelo que el niño estaba encantado de lo que tenía que hacer aquel lunes. Estaba deseando ir al Hotel con su bolsa. Ese médico había entendido que iba a operar a un niño y no a reparar una máquina averiada.

Estoy presentando dos caras de la misma moneda, dos formas de ser opuestas. La de quien desea ser feliz siendo un manantial de amabilidad y la de quien se convierte en un erizo que hace daño a todo el que se acerque.

En el libro de José Antonio Marina y Marisa López titulado “Diccionario de las emociones” se cita un hermoso relato de Fernando Pessoa sobre la ternura: “Bajando por la calle Nueva Alameda, me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era una espalda vulgar de un hombre cualquiera. Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida. La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo”.

¿Por qué no somos más amables ¿Por qué no nos hacemos la vida más sencilla, más fácil, más hermosa, más vivible? ¿Por qué no decimos sonriendo nuestro nombre? 

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