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Daniel Capó

El éxito deportivo

Rafa Nadal. Reuters

El éxito generacional en el deporte tiene algo de asombroso. Francia, Italia y Bélgica fueron los grandes dominadores del ciclismo internacional, para luego eclipsarse ante la España que emergió en los noventa. El ciclismo español actual, sin embargo, apenas es una sombra de lo que fue en la década pasada. Cuando yo era niño, Suecia sobresalía el tenis mundial –Borg, Wilander, Edberg–, para luego también desaparecer. ¿Qué decir del tenis estadounidense, irrelevante desde los tiempos de Sampras y Agassi? Las figuras en el deporte saltan de un país a otro y siguen como el arte un movimiento pendular. Es y no es casual que en España brillaran los cantantes de ópera en el siglo pasado y que ahora ya no, o que en Italia ya no surjan figuras como Pavarotti ni Di Stefano. Es y no es casual, porque tiene que haber una base y eso –en el deporte– es lo que sucedió en España entre finales de los ochenta y principios de los noventa, coincidiendo con su rápida europeización y con los Juegos Olímpicos de Barcelona. Se crearon infraestructuras y centros de alto rendimiento, se potenció la cantera, se dotó de becas, llegaron nuevos técnicos formados en el extranjero y se dio así inicio a un círculo virtuoso que se dejó sentir en numerosos deportes, no solo en el fútbol o el baloncesto.

Al mismo tiempo, la aplicación de la Ley Bosman supuso la internacionalización casi inmediata de los clubes. Y lo que parecía iba a dañar al deporte nacional –puesto que competirían menos los jugadores locales–, tuvo un efecto contrario: mejoró el juego y la calidad de los deportistas. Como suele suceder en la cultura y en los mercados, la apertura de fronteras aumenta el nivel e introduce mejoras. No es mirando hacia adentro, sino hacia fuera, como prosperan las naciones. El deporte no supone una excepción a esta regla.

Todos los ciclos terminan y, por cuestión de edad, el del tenista Rafael Nadal también ve acercarse su final. Es ley de vida y no deja de resultar sorprendente que hayamos encontrado en el joven Carlos Alcaraz un recambio casi perfecto. En el baloncesto, el ciclismo y otros deportes, quizás lleve más tiempo encontrar recambios. En el caso del fútbol, sin embargo, una nueva generación de jóvenes talentos se abre paso en los mejores equipos, favorecidos –paradójicamente– por la crisis presupuestaria de los clubes, que dificulta el fichaje de las estrellas europeas (ni Haaland ni Mbappé han optado por sumarse a la liga española). Pero, más allá de los recambios, se mantiene en el imaginario colectivo el gran éxito del deporte español durante estas últimas tres décadas, el cual ha hecho más que la enseñanza, la política o la cultura por alentar un sentido de unidad a un país que, por otro lado, vive inmerso en una profunda crisis desde hace, al menos, veinte años.

Y quizás lo que se puede aprender de este éxito compartido por todos los españoles es la importancia del trabajo de base, de la apertura al exterior –frente al cultivo de una identidad estrecha–, del esfuerzo y de la meritocracia. Porque, como nación, deberíamos aspirar también a otros éxitos y no solo a los deportivos: a la calidad educativa y profesional, a la innovación y la ciencia, a la protección del medio ambiente y el mantenimiento de las políticas del bienestar, a la riqueza del tejido industrial y la abundancia de empleo. Por supuesto que se puede conseguir: las recetas son las mismas que las del deporte.

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