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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Godot Díaz y otros estudios lingüísticos

Yolanda Díaz. EFE

Leo un texto levemente delirante que ha redactado mi partido con la bendita intención de captar militantes y ampliar nuestra plataforma política. En él se nos define a base de sumar indicios de lo que somos y lo que pretendemos, sin ambicionar nunca un retrato global y comprensible, Consecuentemente está escrito con novedades léxicas dignas de mejor empeño, al menos para mí, que carezco de conocimientos sobre términos políticos como para estar al tanto de las innovaciones diarias que dan a luz los profesionales de la cosa. Diligentemente le pregunto a una dirigente que por qué no escribimos para personas normales. La respuesta es apropiada e irrebatible: quizá sea porque no somos personas normales. 

Ceso aquí la autocrítica que, por lo demás, encontrará oídos sordos en los autores del panfleto, pues es esencia de la nueva temporada no inquietarse por las razones que se den en contrario de lo que se hizo o, en su caso, achacar el embate a una sofisticada conspiración, que también de conspiranoicos vamos bien servidos en las izquierdas. Ceso en la autocrítica, en fin, porque, me temo, casi todas las fuerzas políticas caen tendencialmente en este desbarre, en este giro lingüístico que exige de sus líderes la repoblación constante de un bosque de palabras con perfiles confusos, incapaces de soportar la acometida de lo real; palabras que se abastecen a sí mismas y que en terrible ecosistema carnívoro tratan de devorarse con avidez entrañable. Ninguna definición puede soportarse a sí misma más de un trimestre, si es que hemos de ser generosos. La izquierda y hasta una parte de las derechas viven de los adjetivos, siendo los sustantivos cosa de mal gusto, poco prácticos para polarizar a la feligresía en las redes. Que las personas normales no sean así no parece inquietar a quien ve realizada su ilusión de ternura en este experimento político-lingüístico al que no se le ve ni horizonte ni muerte digna. 

Y en estas que, al fin, aleluya, Yolanda Díaz se pone en camino. Díaz me parece una buena política, aunque, supongo, a gran parte de los paladines de Podemos debe sacar de sus casillas. Me parece buena política porque marca objetivos, arriesga su crédito en la carretera, e, incluso, usa un castellano decente sin excesiva necesidad de saquear el diccionario para denunciarlo por sus pecados. A veces le sorprendo una sonrisa o/y una mirada esquiva, como la de alguien que no querría estar donde ella está en ese momento, demasiado lista para aguantar ciertas cosas. Por ahora me parece pecado menor. Pero sigo sin saber a quién va a escuchar.

Porque esa “sociedad” a la que alude no existe. La sociedad que habla y hace política se constituye en la medida en que se organiza, se activa, proyecta e, incluso, escribe. O sea, que existe ya o no tiene tiempo de promoverla, y más siendo ministra, con lo molesto que es eso para la agenda. El asunto me preocupa porque hay una cosa peor que el marasmo existencial en que cierta izquierda se ha instalado, esperando al Godot de turno -¿cuántos llevamos?-, incapaz de pensar por sí misma, quizá porque el equipamiento intelectual se le haya averiado con el regate corto de las adivinanzas. Lo que me preocupa más es que llegue un Godot que vuelva a sumir en la decepción a las masas –es un decir-. Se me contestará: pero es que si no se prueba, nada se sabe de lo que puede pasar. O sí, respondo. Sí porque el experimento basado en hiperliderazgos a los que conceder todo el capital de esfuerzo y experiencia ya se ha realizado en abundancia. Ya lo decía el clásico: al partido se le puede entregar la hacienda y la vida, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es del próximo Godot.

O sea, que Díaz y sus previsibles –muy previsibles- antenas deberán escuchar, sobre todo, a los que ya se defraudaron con otros, a los desvanecidos en una esquina de la pequeña historia o, en particular, a los líderes de partidos existentes, dispersos o no. Y no me parece mal, siempre y cuando, al final, esto no vaya de desmontar las muy débiles y postmodernas estructuras partidarias para poner al frente a guías improvisados o más viejos que los propios partidos. (Entre otras cosas digo esto porque me parece que los partidos siguen siendo de las estructuras más avanzadas y necesarias con las que podemos esperar que sobreviva la democracia a tanta ocurrencia de fin de semana que nos golpea. Pero de eso hablaré en otro momento). 

Cualquier día los filibusteros del lenguaje progresista descubrirán el refranero y se entretendrán en suprimir expresiones machistas interseccionales, postcoloniales o lesivas para animales que excitan la lascivia cinegética. Y nos quedaremos sin ejemplos de cómo se reproducen las malas cosas, que seguirán ahí, agazapadas, escondidas, esperando otro ciclo para decirse. Pero, bueno, nadie prometió que la cosecha de la bondad diera frutos dulces. Quizá se encuentren con ese dicho tan afamado: no desnudes a un santo para vestir otro. Supongo que debe ser criticado por media docena de razones: ofensa a la religión, trasiego de ropajes con intenciones poco claras, lenguaje no inclusivo –depende de a quién se quite ropa y a quién se ponga-, etc. Pero nos entendemos. Personalmente yo pediría un lenguaje que incluya a la mayoría de fuerzas disponibles… siempre que algún matemático eche cuentas y diga que sí, que de acuerdo con la Ley Electoral la suma puede ser positiva y no convirtamos el gozo de la unidad en la sombra de la derrota. Aunque, bien mirado, lo de ser derrotados importa poco si a cambio vivimos una jornadas bonitas, refundándonos en idiomas de ensueño y convenciendo a alegres gentes de que si quieren votar a alguien que habla claro, hasta la náusea y más allá, ya tienen a Vox. Nosotros, la izquierda, somos otra cosa, suntuosamente performativa.

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