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Matías Vallés

Pedro Sánchez, a duras penas

El Houdini de la política española se enfrenta a su mayor desafío de escapismo, dentro de una biografía que siempre funciona al límite

Pedro Sánchez. JOSÉ LUIS ROCA

Antes de quejarse con ejemplar constancia de su talón de Aquiles, el semidiós Rafael Nadal debería mirar hacia Pedro Sánchez, lastimado hasta el último rincón de la anatomía como si acabaran de arrojarlo desde el ático de Ferraz. El presidente del Gobierno sobrevive renqueante, a duras penas y a las maduras, sin que la catástrofe cotidiana le borre la sonrisa ahora glacial. Padece la urgencia de todos los políticos asediados, localizar la raíz exacta de su mal.

Ricardo Boric llegó a la presidencia de Chile con la ilusión entera de sus 36 años, y con la mitad de la población del estilizado país a su favor. En solo dos meses, el índice de aceptación del presidente más joven de a historia chilena se precipitó a un famélico 24 por ciento. Ni siquiera un gobernante alberga el potencial de autodestrucción suficiente para generarse tamaño destrozo. Al igual que sucede con Sánchez, se exige ser cuidadoso para averiguar las causas del desafecto masivo. Conviene ante todo omitir razones que funcionarían igual en sentido contrario. Por ejemplo, la gestión de la pandemia, que sirve tanto para apreciar una encomienda como para descalificarla, con total independencia de los datos.

Cuatro años y algunos artículos después de la llegada de Sánchez, el mínimo de honradez exige plantearse el grado de estímulo que provoca el asunto a tratar. Sin incurrir en la plaga de la autoficción, ni siquiera los defensores menguantes del presidente del Gobierno se atreverían a concluir que hoy lo abordan con la misma intensidad que en la fulgurante moción de censura de 2018, el jaque mate magistral de la nueva hornada de políticos a sus mayores.

Es fácil localizar a los perdedores de las elecciones, son los que se reparten las culpas antes de que se celebren los comicios

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A duras penas, el Houdini de la política española se enfrenta a su mayor desafío de escapismo, dentro de una biografía que siempre funciona al límite. Quién sabe si Argelia ha olfateado la debilidad de su presa, al agarrar a Europa por sus partes bajas para exigir más dinero por el gas, porque el Sáhara no sirve ni de excusa. Y aquí puede apreciarse un error innegable de Sánchez, haber confeccionado un Gobierno de tercera división. Nadie se pregunta ante José Manuel Albares si su traducción del argelino es acertada, sino qué hace este señor de ministro de Asuntos Exteriores. ¿Justificaría un desacierto en la cancillería, por supuesto discutible, el descalabro del PSOE? Ni hablar.

Los fatalistas despacharán la carnicería de las encuestas, a diestro y ultradiestro, señalando que Sánchez ha explotado su racha afortunada una vez de más. Sin embargo, produce como mínimo un cierto asombro que un primer ministro curtido en alianzas inverosímiles y pandemias mortíferas, no goce de un minuto de sosiego. Y la apelación al destino es un recurso facilón, que anularía cualquier interpretación política del retroceso que ha coincidido con el desembarco de Núñez Feijóo. El nuevo presidente del PP ha enfatizado su acento gallego desde que era alto cargo madrileño de Aznar. Todo presidente autonómico acaba siendo autonomista o algo más, véase a Fraga.

Los macrodatos milagrosos, de sujeción del paro o de proliferación de contratos indefinidos, son menos sorprendentes que su nulo influjo en la valoración del Gobierno. El PP tiene que mentir para distorsionar unas estadísticas laborales que no mejoran las perspectivas de Sánchez. Las encuestas castigan al presidente con el mismo currículum que serviría para bendecirle. Tal vez porque se está silenciando aquí al elefante en la habitación, la inflación ahora inasumible y que decidirá las elecciones.

Se puede culpar a los españoles de no compartir el temple imperturbable de su presidente del Gobierno, pero el esfuerzo analítico se derrumba al sacralizar simétricamente a figuras como Moreno Bonilla. El presidente repetidor de Andalucía no pronuncia una palabra digna de ser retenida, o indigna de ser arrojada por el desagüe, por mucho gracejo que las sazone. A nadie puede extrañar que su aprecio corresponda a los mismos que proponían a Susana Díaz para gobernar España, sin que nunca hayan pedido perdón por su atrevimiento. La única conclusión posible es que les parece excelente cualquier presidente de Andalucía y detestable cualquier presidente de Cataluña, aunque hayan sido elegidos por el mismo procedimiento.

El cuerpo a cuerpo de Sánchez y Feijóo el pasado martes en el Senado sirvió para desacreditar a los apóstoles de una política española crispada. Fue un duelo versallesco donde solo faltó exigir bigotes engominados, frente a la zapatiesta tabernaria que libraron Boris Johnson y Keir Starmer al día siguiente en los Comunes. Recostados sobre la Clerk’s Table como si salieron de una celebración covid, les faltó aporrearse con la maza depositada sobre la mesa y que simboliza la autoridad de la cámara. Meritxell Batet tendría que pedir las sales y, peor todavía, redactar una de sus admoniciones que confunde a los diputados con alumnos de preescolar. En la política, Sánchez siempre ha exhibido un amable instinto asesino, y sigue siendo el único presidente del Gobierno que ha pasado por la cola del paro. Imprime carácter, y ahora lo necesita más que nunca.

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