La primera vez que asistí a un concierto de los Stones fue en 1990. Mick Jagger tenía 46 años (el próximo julio cumplirá 79) y los periodistas de la época, muchos de los cuales habían nacido el año en que la banda publicó su primer sencillo (‘Come on’, 1963), ya escribían aquello que se ha convertido en latiguillo ante cada una de sus actuaciones hasta su reciente concierto en el Wanda: que congregaron en el público a varias generaciones o que los abuelos asistían con sus nietos. Es un mantra recurrente que parece sorprender a los profesionales de televisión que conectan un par de minutos con cualquiera que sea el recinto donde actúan los creadores de ‘Start me up’, aunque lo mismo ocurre con Dylan, Neil Young o Patti Smith.

En una transmisión deportiva no se pierde un segundo en subrayar que el nieto llegó al campo de la mano del abuelo, allá se trate de un Madrid-Barça y haya prórroga y penaltis, pero en una actuación de una banda que lleva 60 años recorriendo el mundo, a algunos todavía les resulta llamativo dedicar 40 de los 120 segundos de conexión a esa ‘comunión generacional’, en lugar de poner el acento en que Jagger, Richards y Wood han tocado ‘Out of time’ por primera vez en seis décadas, que aporta bastante más información. Con los festivales de verano -y acabamos de entrar en su periodo de máximo apogeo- ocurre algo parecido porque "concitan a públicos de todas las edades", como si la generalidad de los seguidores de M.I.A. se agolparan en primera fila junto a los incondicionales de The Jesus & Mary Chain para escuchar de la mano ‘Just like honey’ compartiendo cervezas y mirándose a los ojos.

Lo de la confluencia generacional en eventos de este tipo es solo una verdad a medias, es el ‘dry martini’ de James Bond: agitado, no revuelto. Es cierto que un Primavera Sound, un Mad Cool o un Benicássim arrastran a auditorios de todas las edades, pero los más veteranos continúan mirando de soslayo a los jóvenes con la arrogancia de la experiencia, y éstos a sus mayores como un ornamento exótico ("qué hace mi padre aquí"), sobre todo porque hay un tipo de personaje que resulta reconocible año tras año y que, pasado el tiempo, uno se pregunta si se trata del mismo hípster de aquel FIB de 2011 que vestía camisa a cuadros y exhibía una barba cuidada de ‘barber shop’. Él (tú, usted) era ese hípster.

Dos recientes novedades literarias sirven de excusa para reforzar este argumento: ‘Aquí vivía yo’, la crónica de Joan Vich de 25 años tras las bambalinas del Festival de Benicàssim, y ‘La entusiasta’, de Gala de Meira, seudónimo de Cristina V. Miranda, que cuenta -ora ficción, ora autobiografía, fiel a la realidad- las andanzas de una grupi por festivales y salas de conciertos de España. "Es que no era normal estar viendo en 2012 ó 2015 a gente veinte años menor escuchando la misma música que escuchaba yo cuando tenía su edad. A mí me gusta mucho ahora esa confrontación generacional de la gente joven que rechaza lo que escuchan sus padres", ha declarado Vich en alguna entrevista promocional.

La novela de De Meira aún dice más en favor de la teoría de esa falsa eucaristía. ‘La entusiasta’ cuenta la historia de una adolescente melómana que durante tres años, entre 2006 y 2009, se dedica a seguir a sus artistas favoritos por toda España, colarse en sus camerinos, acabar en sus habitaciones de hotel, sentirse querida, enamorándose y decepcionándose, maltratando su hígado y sus fosas nasales, despertándose al lado de hombres y mujeres de los que no recuerda ni su nombre ni qué instrumento tocaban, una ‘comebolsas’ de manual que se autoflagela en su propio éxtasis, a la búsqueda de unos amigos que nunca terminan de serlo y despreciada por artistas emergentes que acaban como estrellas del ‘indie’ o como simples aspirantes a serlo. Pese a lo liviano que pueda parecer el argumento, es una historia tremenda, casi de terror en tiempos del #Metoo. Se trata en el fondo de querer que se cumpla lo que cantaban Los Planetas en su ‘Himno generacional #83’ ("Cuando todo esto haya terminado y no importe demasiado lo que digan…").

Es improbable que la autora de la novela, años después y ya madre de un bebé, conserve algún vínculo generacional con las decenas de grupis que, como ella hace más de una década, acuden cada año a los festivales de verano (llevan haciéndolo desde tiempos del ‘rat pack’). No es comunión, es recuerdo, a veces nostalgia y alivio. Nacemos, crecemos, maduramos, envejecemos. Y agitados, no revueltos.

@jorgefauro