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José María

ENTRE ACORDES Y CADENAS

José María Asencio Gallego

De monarquías, inviolabilidades y Constituciones

Juan Carlos I y Felipe VI. EFE

Los letrados del Congreso de los Diputados, en un escrito hecho público hace apenas una semana, han rechazado la admisión a trámite de una proposición de ley presentada por el PNV y apoyada por varios partidos políticos, dirigida a limitar la inviolabilidad del Rey para que ésta no alcance a sus actos privados.

El motivo, según puede leerse en el escrito, es que dicha proposición “invade la reserva constitucional existente en cuanto a los elementos esenciales de la Corona definidos en el Título II de la Constitución, al pretender un desarrollo normativo contrario al régimen jurídico de la inviolabilidad de la Jefatura del Estado”.

No se trata, sin embargo, de la primera vez que esto ocurre. En septiembre de 2020, Más País y Compromís instaron una reforma similar. Y más tarde, en febrero de 2021, fue ERC quien lo hizo, aunque en esta ocasión dando un paso más, pues este partido pretendía revocar la inviolabilidad del rey Felipe VI y retirar el aforo a Juan Carlos I.

Todas estas iniciativas fueron rechazadas. Y muchos se han preguntado, ¿por qué?

El artículo 56 de la Constitución señala expresamente que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Y que sus actos estarán siempre refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes, quienes asumirán la responsabilidad por los actos del Rey, los cuales, sin dicho refrendo, carecerán de validez.

De este precepto parece desprenderse que la inviolabilidad del Rey (y la consiguiente responsabilidad de las personas que refrendan sus actos) se refiere exclusivamente a aquellos que sean susceptibles refrendo, por lo que, partiendo de esta premisa, hemos de diferenciar entre: los actos referidos a la actividad institucional del Rey, como, por ejemplo, la disolución del Congreso y del Senado y la convocatoria de elecciones, respecto de los que cabe hablar de una inviolabilidad absoluta; y los actos referidos a su actividad individual, actos personalísimos, los cuales, al no poder ser refrendados, sí podrían dar lugar a su responsabilidad, aunque, claro está, después de ser juzgado.

Ahora bien, para que el Rey sea juzgado por esos actos personalísimos, que pueden revestir las más diversas formas y, además, ser constitutivos de un ilícito civil o incluso penal, es necesario que antes, bien abdique de la Corona, bien, de conformidad con el artículo 59 de la Constitución, sea inhabilitado para el ejercicio de su autoridad.

La Constitución establece, por tanto, una serie de garantías dirigidas a la protección del Monarca, no como persona individual, como cualquiera de nosotros, sino por razón de la función que realiza, símbolo de la unidad y permanencia del Estado, que arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones y ejerce la más alta representación de España en las relaciones internacionales.

Así las cosas, en tanto en cuanto el Rey siga siéndolo y ejerciendo como tal, no podrá procederse contra él, ni siquiera cuando se trate de actos que poco o nada tienen que ver con su función institucional.

El sistema se asienta sobre estos principios básicos. Pero nada es inmutable. Todo puede cambiar. Y más aún en una monarquía parlamentaria como la nuestra, la cual, por fortuna, ha desterrado a los fantasmas de las lejanas monarquías absolutas, en las que el Rey aglutinaba todo el poder. Recordemos las palabras de Luis XIV de Francia, el Rey Sol: “El Estado soy yo”.

En España, el Rey reina, pero no gobierna. Y sus funciones, como hemos visto, son meramente representativas. Pero como tal representante del Estado, se le exige un comportamiento honrado y transparente. Sólo si actúa de esta forma, será reconocido y respetado por los ciudadanos. En cambio, si no lo hace, si no se comporta con lealtad hacia ellos y hacia el sistema constitucional, la Monarquía peligrará. 

En otras palabras, el Rey carece de poder político, entendido éste como la capacidad para imponer decisiones. Pero tiene, y no debe perderla, auctoritas, es decir, poder moral; un concepto que, en la Antigua Roma, hacía referencia a un poder no vinculante, aunque socialmente reconocido. 

Y es que, si en algún momento, el Monarca pierde dicha auctoritas, es muy probable que, con el tiempo, deje de ser Monarca y tenga lugar un cambio en la forma política del Estado.

La Monarquía depende del Rey, exclusivamente del Rey. Todo radica en el respeto personal que se deba a sí mismo y a los ciudadanos.

La democracia es así. 

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