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Francisco Esquivel

Tiene que llover

Francisco Esquivel

Pequeños placeres

Imagen de archivo de un atardecer ED

La recojo después de haber estado alejados una eternidad, siete días nada menos. En la estación se nota el bullebulle del estío que se nos viene encima. La mayoría sale disparada con la velocidad en la que se han trasladado metida en vena. Ella, no. Ella aparece tranquila, luminosa con su paso jovial y eso que quien la espera es el marido. Atravesar la ciudad a esas horas y en estas fechas es un suplicio, pero qué más da. Sarna con gusto no pica y, una vez alcanzada la meta, saluda la mesa con un popurrí de restos que tiene su cosa. Tras la sudorosa siesta toca darle al botón de reinicio. Como en cada tramo de ausencia, la selección de periódicos aguarda alineada además de un par de documentos y una peli con toque británico de distinción. Busco con ansia lo que más puede atraerle, aunque cuesta lo suyo. Por fin doy con una versión íntegra del ceremonial destinado a lugar preferente. Es la entrega del nombramiento de hija predilecta de Madrid a título póstumo a Almudena Grandes con la consiguiente evocación en el Español, que desde el primer instante despide calidez. La escritora resplandece a través de quienes intervienen y de los seguidores que pueblan el teatro. Desde que nació, la Glorieta de Bilbao fue el eje en el que brotaron sus historias y desde el que anduvieron dando vueltas hasta que demasiado pronto la autora zarpó. Fuera está la placita de Santa Ana, uno de mis amores. Dentro Sabina rememora lo vivido en el cementerio con la despedida libro en alto a puñados y se quita el sombrero ante aquello. Ni el de Tierno proporcionó tanto pellizco. La gran lectora que tengo al lado permanece con los ojos clavados sin perder ripio. Definitivamente no mora aquí. Forma parte de las páginas que lleva dentro. García Montero pone punto final con versos que empujan a paladear a base de bien lo que tienes porque es lo que la muerte no podrá arrebatar. Dí que sí. En ello estamos.

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