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Xavier López

Heartstopper: porque merecemos finales felices

Una imagen de 'Heartstopper'. Netflix

Charlie Spring tiene 14 años y estudia en el instituto. En los años previos fue acosado por sus compañeros de clase tras visibilizarse como una persona homosexual. Durante el curso escolar acude a refugiarse con el Señor Ajayi, el profesor de arte abiertamente LGTBI, que supone la amortiguación necesaria para sobrellevar un siempre difícil mundo adolescente al que se le añaden amenazas como la intransigencia, la intolerancia y el odio.

Charlie es alguien no sólo con el que es fácil empatizar, sino además con el que buena parte de la generación de lesbianas, gais, bisexuales y trans nacidos entre los ochenta y los noventa podríamos sentirnos identificados en su historia y relato. Un relato que nos narra Heartstopper, la serie coral disponible en una conocida plataforma digital, que se ha convertido en toda una revelación a base de ingredientes que, si hubieran estado centrados en un elenco normativo y heterosexual, muy probablemente habría pasado más que inadvertida y desde luego difícilmente roto barrera intergeneracional alguna.

Así, los capítulos son una muestra de cómo la ficción desde lo cotidiano no sólo puede proyectar y afianzar realidades diversas para quienes desde su actual pubertad necesitan referentes a la hora de construir su felicidad, para quienes necesitan saber y confiar en que la felicidad es posible y alcanzable, sino también en cómo puede ser incluso un elemento hasta reparador de la memoria individual y colectiva de aquellos y aquellas a las que nos arrebataron la adolescencia y con ello, las experiencias, anécdotas y vivencias a veces imprescindibles para el ser humano en su tránsito hacia la edad adulta. Las vivencias que nos llenan para ejercer plenamente nuestro derecho al libre desarrollo de la personalidad.

De hecho, Hearstopper no va de dramas, aunque la tristeza y el desamparo en cierta medida sobrevuelen a Charlie (¿y a qué quinceañero no?), sino que desmenuza varias cuestiones que requieren de atención y análisis para evidenciar cómo al menos para una parte de la población, las clases medias trabajadoras occidentales, ha cambiado el paradigma respecto de las personas LGTBI a través de los anclajes de los personajes y con ello, el mensaje que se nos traslada.

En primer lugar y por eso he hecho referencia en las primeras líneas, la presencia en el propio instituto del señor Ajayi, supone el espacio seguro dentro del centro escolar que un menor que ha sido víctima del desprecio y la violencia por parte de sus iguales necesita para reponerse de algo que sólo quienes lo hemos vivido, conocemos.

En segundo lugar, la comunidad de amistad que orbita su alrededor y que contienen también experiencias propias, es otro espacio seguro de comprensión. Un lugar, además, que se sostiene en la diversidad y sobre formas de relacionarse basadas en el respeto y apoyo mutuo.

En tercer lugar, el sitio que ocupa la familia, con unos padres volcados que aceptan y acompañan a Charlie por el camino del crecimiento personal que emprende, nos aleja afortunadamente del fantasma del rechazo parental que durante siglos ha constituido un motivo evidente para la diáspora que ha azotado lo queer.

Y por último, cómo al contrario de otros productos televisivos, en lugar de ensalzar los comportamientos tóxicos en las relaciones, los señala e indica la puerta por la que salir cuando se detectan.

De hecho, estos cuatro ámbitos deben ser los puntos principales de acción en las políticas públicas dirigidas a escolares para garantizar su seguridad en esta etapa, pero sin embargo la realidad es que estamos muy lejos de consolidar ningún tipo de iniciativa en este sentido, algo preocupante pues Heartstopper no nos debe hacer perder la perspectiva de que cada año aumenta la violencia política y física contra el colectivo, hasta el punto que la segunda ya dobla los datos de 2021 cuando todavía rondamos el ecuador del presente. Y que efectivamente no todos los Charlie forman parte de la clase media, ni son chicos, sino que mayoritariamente siguen siendo pobres, migrantes, de extrarradio y sobre todo siguen siendo mujeres.

El colectivo LGTBI ha sufrido tanto en sus ámbitos laborales y escolares, en su gestión de las relaciones y en su desempeño familiar que tal vez por esto nos cuesta aceptar que somos merecedores de historias que acaban bien. Una de los comentarios que más se repetían en el transcurso en el que estuve viendo la serie entre gente conocida es que esperaban que de un momento a otro algo pudiera torcerse en la vida del protagonista. Que la lgtbifobia se hiciera mucho más patente, que el repudio se manifestara. Y es que mi generación se crió con Brockeback Mountain. La anterior lo hizo con Philadelphia. Y las de antes, directamente sufrían los golpes desde las propias instituciones. Por eso estamos demasiado acostumbrados a asumir que la felicidad no nos corresponde y, esa piedra que venimos arrastrando tanto tiempo, va siendo hora de dejarla a un lado. 

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