Ha muerto Patxo Unzueta, maestro zen del periodismo de opinión. Antes de que este género, que ahora parece al alcance de cualquiera, fuera de rompe y rasga, practicado por quienes consideran que opinar no forma parte del saber, demostró en sus artículos en 'El País' que solo se puede opinar sabiendo

Llegó al diario de Miguel Yuste poco después de inaugurado el periódico, que nació en 1976. Con él vino del País Vasco Jesús Ceberio, que luego sería su director, y ambos formaron parte de una égida de periodistas vascos, informadores, reporteros, parte de la leyenda del buen periodismo, creado en la dificultad de contar y en la obligación de analizar antes de decir las noticias o de emitir las opiniones.

A Patxo, curtido en la guerra vasca del franquismo y del posfranquismo, le tocó la obligación de pensar para decir, pues nada de lo que ocurría en la Euskadi de Eta y del hipernacionalismo le fue ajeno. En esa complejidad se educó, y trasladó lo que sabía en una prosa elegante y sutil, clara, que en seguida se acopló al modo de decir, en sus editoriales, de su amigo Javier Pradera, el primer editorialista del periódico que dirigía Juan Luis Cebrián. Una disensión grave sobre las posiciones del diario con respecto a la pertenencia de España a la OTAN acabó con esa estrecha colaboración que se reanudó ya sin Pradera como editorialista.

El trabajo de Patxo era tan minucioso como su carácter como columnista. Iba a todas las sesiones de discusión editorial, tomaba notas como si fuera a hacer un memorándum, y el resultado de esas notas eran luego editoriales que deglutía en todos los formatos. Escribía a mano, sometía ese texto al escrutinio de la máquina de escribir, hasta que se sentía satisfecho y entonces volvía a reescribir como si aún quedaran dudas que resolvía, finalmente, machacando las pruebas. 

Sus compañeros (entre los que tuve el privilegio de contarme) cuentan de él anécdotas que explican trazos de su modo de ser como analista, pero también como persona. Cualquier cuestión que se le planteara, periodística, política o personal, requería de él una reflexión pormenorizada que podía tardar horas e incluso días en dilucidarse. En esos casos, se llevaba consigo, a casa si era preciso, la sustancia de la materia puesta en cuestión, y regresaba a la redacción con una respuesta que a veces llenaba varios folios que dejaba sobre la mesa del curioso. 

Su silencio fue una de sus leyendas basadas en la realidad de su carácter. Una vez tuve necesidad de una respuesta suya sobre algo que era de discusión en la sección de Opinión para la que trabajábamos. Entonces decidí llamarlo por teléfono, cuando él estaba en la redacción. Puesto al teléfono, respondió largamente como si jamás nos hubiéramos hablado antes en persona. A partir de entonces, siempre fuimos mejores conversadores por teléfono.

Fue un amigo conmovedor, disponible siempre (por teléfono, sin duda), de emocionante trato personal, sobre todo el que dispensó hasta su muerte a su amigo Javier Pradera, al que iba a visitar cada mañana, en el despacho que siempre mantuvo allí una vez regresado a 'El País'. Su conversación era como aquellas que se dice que Samuel Beckett tenía con sus mejores amigos: una retahíla plena de fecundos silencios. Ahora ya están los dos en el silencio del que no se vuelve, su historia fue la de una amistad incólume en torno a un oficio en el que tantas veces el ruido se convierte en furia inútil. Patxo era un maestro zen del silencio y un amigo cuyo silencio tantas veces me dejó admirado y, como ahora, sin palabras.