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Gerardo Pérez Sánchez

El síndrome de Estocolmo de nuestros parlamentarios

Pedro Sánchez.

El denominado “Síndrome de Estocolmo” hace referencia a un tipo de paradoja psicológica según la cual durante un secuestro se desarrolla un vínculo afectivo entre rehenes y captores. Su origen se remonta al año 1973, cuando un atracador entró en un banco de Estocolmo reteniendo durante días a varias personas, entre las que se encontraba una joven de 22 años que terminó defendiendo a su captor y criticando a la policía. A raíz de ese hecho, el psiquiatra sueco Nils Bejerot, que colaboró con las fuerzas del orden durante el suceso, acuñó el citado término para definir la reacción psicológica, en principio inexplicable, en la que quien sufre una severa limitación de su libertad termina por asumir su situación, y justificar y apoyar a quien cercena sus derechos. Sólo desde este tipo de patologías se puede entender la realidad de nuestros parlamentarios, diputados y senadores, quienes olvidan sus obligaciones para con la ciudadanía a la que representan y se limitan a obedecer y defender a los dirigentes de su partido que, con clara y manifiesta limitación de su libertad para ejercer el mandato representativo, les imponen qué votar, a quién elegir e incluso a qué preguntas de los periodistas contestar.

Analicemos un episodio muy reciente ocurrido en el Reino Unido. Los propios diputados del partido del Primer Ministro, Boris Johnson, plantearon una moción de censura a su líder. No fueron las formaciones políticas de la oposición, sino sus compañeros de siglas. ¿Se imaginan que algo así ocurriese en España, ya sea a nivel estatal o autonómico, en la actualidad o en el pasado, con un gobierno de un color o de otro? ¿Podría pasar un episodio semejante en nuestro país? La respuesta es clara: no. No sólo no está previsto en nuestra normativa, sino que tal y como se entiende en la actualidad la “lealtad” de los representantes del pueblo (primero, y ante todo, lealtad al aparato dirigente del partido), este tipo de rebeliones internas resultan imposibles en la práctica y completamente inimaginables en la teoría.

En el Reino Unido sí sucede, porque el diputado tiene claro que a quien primero se debe es al ciudadano que le elige. Cualquier miembro del Parlamento Británico sabe que ante quienes responde por el ejercicio de su cargo es ante los habitantes del distrito que lo eligió. Quienes tienen en su mano la reelección en su puesto son los electores. En España, por el contrario, quien tiene todo el poder para confeccionar las listas electorales y decidir si un diputado se incluye en la papeleta o no, si va en los primeros puestos de la misma o si se le entierra en los últimos, es el aparato del partido. Ello hace que se dé la vuelta al sistema, generando que el supuesto representante del pueblo se limite a representar al líder de su formación. La lealtad es para con las siglas y la estrategia impuesta por la organización política. Sólo así se explica la denominada “disciplina de voto”, o que cuando el Congreso de los Diputados o el Senado deban elegir a miembros de órganos constitucionales o de relevancia constitucional (sea el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o el Defensor del Pueblo) tales decisiones se tomen en las sedes de los partidos y no en los Plenos de las Cámaras, que simplemente ratifican obedientes lo que les ordenan desde sus altas instancias.

En Reino Unido, la relación del votante con sus representantes es más estrecha. De hecho, se fomenta el contacto directo de los miembros del Parlamento con sus electores, llegando a estar previsto que cualquier ciudadano pueda elevar algún tipo de queja o petición a su diputado para que se debata en sede parlamentaria. Igualmente, cuando un miembro del Parlamento Británico dimite, su partido no lo sustituye automáticamente por el siguiente de la lista electoral: se repiten las elecciones en el distrito al que representaba el diputado dimitido para que sus electores designen a un nuevo representante.

En un escenario así (el Primer Ministro realiza acciones reprobables o toma decisiones en contra de los intereses de sus electores), el diputado, pensando en la ciudadanía a la que representa y que tiene en su mano su reelección, pone en marcha un mecanismo de censura al líder de su propio partido. En Reino Unido existe un comité que reúne a los “backbenchers” (literalmente, los diputados de los escaños traseros, denominados de esa manera porque se sientan en los últimos asientos de la Cámara), y los colocan ahí porque no ocupan un puesto en el Gobierno. Por esa razón se les considera más independientes y, en consecuencia, con mayor lealtad hacia sus electores que hacia al líder de su partido. Basta con que un quince por ciento de los diputados soliciten al Presidente de ese comité la retirada de la confianza para que se deba votar y, por mayoría simple, decidir si dicho líder debe dimitir o no. Volviendo a lo sucedido con Boris Johnson, el mandatario ganó aquella primera votación, pero terminó dimitiendo ante la creciente falta de apoyo de los suyos, es decir, dentro de las filas conservadoras. Cabe resaltar, por tanto, la diferente mentalidad entre un sistema parlamentario como el británico y el nuestro. No sólo ocurre con el partido que gobierna. También se habla de “backbencher” en la oposición, para referirse a las personas que no dan la réplica al Gobierno desde los primeros bancos del hemiciclo.

Retomo la pregunta. ¿Se imaginan que antes de la moción de censura a Mariano Rajoy los miembros del Partido Popular hubieran censurado a su propio Presidente? ¿Se les pasa por la cabeza que desde el Partido Socialista se censure ahora a Pedro Sánchez? En España los parlamentarios sufren el síndrome de Estocolmo y defienden, justifican y apoyan todo lo que provenga de su líder, que les ha arrebatado el derecho a votar, elegir y desempeñar su cargo en libertad y pensando en sus electores. Esa es la pura realidad y uno de los principales problemas (por desgracia, no el único) de nuestra Democracia. Para revitalizarla, se torna pues imprescindible limitar el poder de los partidos políticos, ya que la concentración de ese poder en ellos debe considerarse igual que la otrora concentración de poder en manos de los monarcas absolutos. 

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