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Rafael Simón Gil

El ocaso de los dioses

Rafael Simón Gil

Las cuatro gracias

Cumbre de la OTAN.

La semana pasada se celebraba con sobresaliente esplendor, no exento de cierto aire de servilismo berlanganianomistermarshall, la cumbre de la OTAN en Madrid, un acontecimiento que permitió a nuestro sobresaliente mandamás, Pedro XXI el Magnánimo, lucir en toda su pompa y circunstancia -y la de su señora esposa, Begoña- las habilidades y ductilidad que han hecho de él un líder deconstruido a la altura de la gastronomía más vanguardista de la política europea y mundial. Nuestro esforzado héroe hizo buena ante sus pares atlánticos la máxima de Marx “estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros”. Digo esto al rebufo de la memoria histórica que en octubre de 2014 dejó reflejada la marxista respuesta del Emperador de la Moncloa cuando le preguntaron qué ministerio sobraba: “el de Defensa”. Téngase en cuenta que, según Sánchez y los herederos de ETA con los que está almidonando el Catón de la Memoria Democrática, la democracia en España comenzó el uno de enero de 1984; antes de esa totémica fecha todo era franquismo del duro, incluido el principio del primer mandato de los otrora socialistas Felipe González, Alfonso Guerra y Ramón Rubial, hoy proscritos al libro del “facherío tardofranquista”. Si no lo creen, pregúntenles a los gudaris etarras que liberaron al pueblo vasco y, de paso, a los maketos españoles de la dictadura. Y todo ello sin pegar un solo tiro en la nuca ni asesinar a nadie, incluidos niños (Corre el rumor de que algunos intelectuales, políticos y periodistas, ante el espeso y cómplice silencio -incluso efusivo aplauso- frente a esta monstruosidad moral, sufren terribles pesadillas nocturnas cuando el fantasma hamletiano de sus conciencias le susurra al oído envenenado. Pero solo son rumores).

Ante la crème de la crème del militarista, antidemocrático, plutócrata y agresivo club de la OTAN, en las antípodas de los verdaderos países democráticos, libres y pacíficos como China, Rusia, Corea del Norte o Irán, nuestro paladín de los bosques hizo todo un alarde de sumisa devoción, de virtuosa ubicuidad (solo los dioses poseen ese excelso atributo), ocupando incluso hasta los espacios reservados al presidente de la República Española y señora, los Reyes de España. Y si EL no podía atender en carne y hueso a sus señoritos, pese a su ubique cualidad, lo hacía de forma vicaria en la persona de la reina de España, Begoña de Sánchez Pérez-Castejón. ¡Qué abrazos; qué familiaridad; qué manitas entrelazadas; qué posados; qué trajes! Ustedes dos, que nacieron antes de que ETA consiguiera liberarlas del yugo fascista, recordarán con qué entusiasmo tardoservil trató España al presidente de la República Francesa, Valéry Giscard d´Estaing, en noviembre de 1975, con motivo de la proclamación como Rey de España de Juan Carlos I el Emérito. Giscard, como el Rey Sol Luís XIV, exigió alojarse en el Palacio Real de Aranjuez para recordar, quizá, lo que el ejército gabacho de Napoleón robó en España mientras huía, incluyendo grandes obras pictóricas del Museo del Prado que hoy se exhiben, sin memoria histórica, en el Ermitage de San Petersburgo (antes Leningrado y puede que mañana también), el Louvre de Giscard o la National Gallery de Londres.

Hablando de museos, los Reyes de España, Pedro y Begoña, ofrecieron una cena de honor a sus boquiabiertos huéspedes nada menos que en una de las salas del Museo del Prado, la mejor pinacoteca del mundo. Tengo para mí que muchos de los invitados e invitadas a ese pantagruélico evento coquinario (la ensaladilla no se llamó rusa, sino tradicional o Kiev, cursilería en consonancia con lo políticamente correcto) jamás habían visitado el Prado y, en consecuencia, desconocían por completo la portentosa colección pictórica que alberga el edificio de Juan de Villanueva. Así de incultos resultan ser nuestros líderes y lideresas contemporáneas. Pero había una excepción, el histriónico, aunque cultivado, primer ministro británico Boris Johnson. El rey del brexit, conmovido por todo el arte que estaba al alcance de sus sentidos -y quizá extrañado de que sus pretéritos compatriotas no lo hubieran expoliado como hizo el conde de Elgin con los frisos del Partenón ateniense-, contempló, entre admirado y sicalíptico, el lienzo de Rubens Las tres Gracias, ese desnudo barroco que hoy no podría pintarse por mor del código Woke y la dictadura Me too. ¡Tres mujeres desnudas! Tan desnudo quedó Boris, que a los pocos días decidía dimitir de premier para consagrarse, célibe taheño, rubio panocho, al culto de Venus.

Pero quiere la pintura barroca que mientras nuestro casquivano Johnson (dícese de quienes organizan parties Covid en su residencia oficial) gozaba de Las tres Gracias en plena cumbre de la OTAN y con los reyes de España, Pedro y Begoña, haciendo de genuflexos anfitriones, un grupo de cuatro Gracias” españolas volaban en el Falcon oficial a la capital del imperio OTAN, Washington/Nueva York, huyendo, barrocas, de la otra OTAN. Qué graciosas. Irene Montero, ministra por la gracia de los predicadores Pedro y Pablo, junto a las tres gracias satélite que la acompañaron, aprovechaban la subida de impuestos en España para selfiesearse en el epicentro del mal como si fueran cuatro turistas más. Eso sí, cuatro graciosas con chófer, escoltas, hoteles, restaurantes, dietas y otras pinceladas barrocas que todavía no ha colgado el portal de transparencia creado para que no haya trasparencia. Así se asalta el cielo, no en avión comercial, sino en el exclusivo Falcon Crest que permite a Montero vigilar los privilegios de la casta. Pero guarden cuidado; como las cuatro gracias son mujeres, cualquier comentario, cualquier atisbo de crítica, destila machismo heteropatriarcal heredero del más rancio fascismo que no terminó hasta el uno de enero de 1984, según han colgado en el Prado de la verdad el pintor de la historia y los dueños neoetarras del Museo del Horror. Boris Johnson ha dimitido víctima del mal de Stendhal al contemplar la belleza de Las Tres Gracias. Lástima que el virus se contagie tan poco. A más ver. 

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